La madrugada dio paso enseguida al amanecer. Jones, que se
había pasado varios minutos recorriendo el pequeño apartamento, sin saber qué
otra cosa hacer, comprobó que, si bien el detective daba impresión de ser
descuidado de sí mismo bebiendo de esas maneras, su hogar y oficina estaba
bastante ordenado y limpio, salvo por la capa de polvo que recorría algunas
superficies y muebles. No había restos de comida o bebida esparcidos por ningún
lado, y los documentos y carpetas que parecían ser de uso recurrente, estaban
apilados sin orden aparente, pero apilados al fin y al cabo, a cada uno de los
extremos opuestos de la que era su mesa de trabajo, presumiblemente.
La mesa estaba puesta delante del
ancho ventanal de esa especie de sala de estar, como para que la luz solar
diera claridad a cuanto tuviera delante el detective (salvo que su propia
sombra le pudiera incordiar), y en fuerte contraste con el ancho y cómodo
sillón giratorio que tenía para él, al otro lado se ofrecía de medio lado una
sencilla silla de respaldo de plástico azul y patas de aluminio. Contra la
pared del lado derecho, según se entraba al apartamento, se encontraba una
simple estantería de madera aglomerada, más ancha que alta, y llena de
distintas filas de carpetas archivadoras, a simple vista por orden alfabético
pero con algunas excepciones, como si hubiera unos cuantos que quisiera tener
más a mano. En el lado contrario, y haciendo un alarde exagerado de lo que es
aprovechar el espacio, un pequeño mueble de puerta batiente sostenía encima un
viejo televisor de tubo de 21
pulgadas, tan viejo que no sería de extrañar que al
encenderlo no mostrara colores; y para relajarse a contemplar los programas, un
sofá de tres plazas de delgado cuero marrón, o quizá imitación, que ya estaba
agrietado y levantado en algunos bordes. El asiento estaba muy cerca de la
televisión, como si fuera más importante tener un recorrido amplio hasta su
mesa de trabajo del fondo cuando un cliente pasara por la puerta... O quizá es
que el detective era simplemente miope.
En el extremo contrario a donde
se encontraba el dormitorio, se abría una pequeña cocina, donde no había sitio
ni para una mesa o sillas; consistía en un estrecho pasillo a un lado del cual
se encontraban dos fogones de gas de distinto tamaño y el fregadero, bajo los
cuales podían abrirse distintos armaritos. A la entrada, a mano izquierda, una
pequeña nevera precedía a todo aquello, y Jones la abrió, curioso, pero no
encontró nada digno de llamarse alimento. Por algún motivo había un tarro de crema
de cacahuete cerrado, pero que parecía a medio consumir. ¿Por qué guardar eso
en la nevera? A Jones no le entusiasmaban los dulces, pero la idea de comerse
esa crema en frío... le parecía especialmente repugnante. Supuso que el hombre
debía de comer, si acaso lo hacía, en cafeterías o restaurantes, porque al
inspeccionar alguno de los pequeños armarios no encontró nada más que polvo.
Al poco tiempo decidió dejar de
mirar lo que le quedaba por escudriñar de la casa, que eran los pequeños
cajones de la cocina y de la mesa de escritorio de la sala de estar, pues le
parecía una intromisión exagerada en lo personal del detective, y se acercó al
ventanal. El sol ya calentaba tímidamente las partes más altas de los edificios
de enfrente, de los pisos cuarto a sexto concretamente. Jones sintió tentación
de sentarse en el bajo alfeizar interior, que se extendía de una a otra de las
dos ventanas orientadas en ángulos opuestos, separadas por la tercera central,
tan ancha como las otras dos juntas. Pero, aunque la sombra le favorecía, temió
que algún vecino o paseante de la calle pudiera fijar su atención en él, una
presencia inquietante como sabía que era, incluso aunque se cubriera de pies a
cabeza. De modo que se quedó a una distancia prudencial y se relajó. Se dejó
embargar por la calidez que traía la luz solar reflejada en la fachada de
enfrente y sus ventanas.
Durante un buen rato, inmóvil
ahí, de pie, dejó volar su imaginación, incapaz de hacer otra cosa. Se vio a sí
mismo más adelante, viviendo una vida parecida a la de una persona normal. No
sabía cómo, pero tenía un empleo, y en la imagen él regresaba a una casa que
era suya, y dejaba su sombrero y abrigo, nuevos, comprados con su sueldo, en
una percha a la entrada. Y tenía un sillón a su medida, en el que se podía
sentar y sentir una persona. Un descanso merecido. ¿Y la comida? Se podría
cocinar lo que él hubiera querido comprarse en alguna tienda, cocinaría como le
había ido enseñando de vez en cuando la mujer barbuda. Además, por lo que le
había dicho, podría aprender recetas nuevas en libros, o incluso de la
televisión, en la que al parecer había programas dedicados a aprender a
cocinar...
Un momento, ¡la televisión! Podía
encender la televisión, con un volumen
bajo, para pasar el rato sin molestar el sueño del detective ebrio. Era
una idea que le emocionaba, pero aunque había visto alguna vez al director del
circo usar su televisor en su caravana, no estaba seguro de saber usar una por
sí mismo. Probar no tenía nada de malo, pero... ¿y si la estropeaba? Era un
riesgo que le apetecía correr, desde luego. De todos modos, de averiar algo,
¿qué le iba a hacer nadie? Ya le habían hecho de todo, incluso dispararle con
la intención de matarle, y seguía vivo, como si nada.
Recordar los disparos le trajo de
vuelta la picazón de las heridas. Se desenrolló del cuerpo el manto ajado e
intentó mirarse la espalda. Alcanzó a tocarse alguno de los bultos en su piel,
y enseguida notó metal apretado contra la carne herida y abierta. Al pasar los
dedos, dos balas aplastadas cayeron al suelo, con un ruido que le pareció un
estruendo en medio del silencio del apartamento. Su cuerpo estaba...
¿expulsando las balas? Y ni siquiera parecían haber sido capaces de penetrar su
carne unos milímetros. Se miró los brazos, en los que sus tensos y delgados
músculos se apretaban lastimeramente sobre los huesos. Parecía débil, a pesar
de su tamaño... pero era capaz de soportar disparos. Sabía que apenas sentía
los golpes, pues se había pasado la vida recibiéndolos, y salvo por el impacto psicológico
que ello tenía, nunca había recibido un daño digno de considerarse así, no como
había visto que eran las consecuencias de los mismos golpes en el resto de las
personas. A él no se le amorataba la piel, ni se le quebraban los huesos, no se
le caían los dientes ni le salían bultos. El único daño de verdad que había
recibido fue en el ojo izquierdo, cuando el director del circo, a punto de ser
asesinado por él, le golpeó en la cara con una espumadera metálica de cocinar.
Había sentido un fuerte dolor sordo por todo el ojo durante días, aunque cuando
se lo tocaba seguía notando inalterable la burbuja de duro vidrio que parecía
ser su superficie. Y el dolor desapareció tan poco a poco que ni sabía cuándo
había desaparecido, sin secuelas que él pudiera apreciar.
El director del circo. Ese viejo
manipulador, mentalista, capaz de mover cosas con su pensamiento... ¿Qué habría
sido del resto sin él? Sin duda el propio Jones y el director eran los mayores
espectáculos, el sustento real del negocio. Habían pasado... no lo sabía, ¿seis
meses, desde que huyera? Se preguntó si en las noticias de la tele mencionarían
algo del crimen del circo. Finalmente se decidió a encenderla. Era fácil, darle
al botón que ponía “encendido”.
Por suerte el volumen no estaba
muy alto, porque tardó un poco en observar los mandos a la derecha de la
pantalla y deducir que el que parecía una pendiente ascendente hacia la derecha
debía servir para modularlo. Los otros dos simbolizaban un sol radiante y un
símbolo parecido al del bien y el mal chinos, seguramente ambos para alguna
graduación de intensidades de la imagen. Más abajo el televisor tenía botones
plateados, con números encima, hasta el número ocho. Al encenderla, unas
caricaturas de animales se estaban persiguiendo por una cocina causando
desastres con toda clase de objetos y herramientas punzantes. Probó a cambiar
de canal. En el siguiente un tipo muy serio daba las noticias del mundo con
tono monocorde y aburrido. En otro, unas personas que se esforzaban en parecer
optimistas hablaban de un espectacular aparato de ejercicios que al parecer
hacía idiota a todo el que no deseara comprarlo inmediatamente llamando al
número que aparecía en pantalla. El tipo que decía eso era una suerte de
culturista sudoroso que de ningún modo podría haber trabajado todos esos
músculos con el ridículo cacho de plástico que presentaba. Jones cambió de
canal nuevamente, casi ofendido.
En ese nuevo canal no había nada,
unas interferencias blancas. A Jones le pareció escuchar voces perdidas entre
el caos de ruido disonante. Se parecían a las que le susurraban cosas sin
sentido algunas veces, cuando se quedaba solo mucho tiempo, en la oscuridad.
Voces que repetían cosas que parecían importar pero que no tenía manera de
saber a qué se referían, como si se trataran de avatares personales de cada
voz. Y ahora... ¿Salían de la tele? Meneó la cabeza, se quitó el sombrero,
arrojándolo sobre la plaza central del sofá, y escuchó un poco más. Negó con la
cabeza y cambió de canal.
En este, que era el quinto, le
sobresaltó un silencio absoluto y la imagen de una calavera humana. Jones tenía
temores, por supuesto, pero era mejor decir inquietudes. El temor a lo
desconocido, o el pánico ante un hecho sobrenatural o incomprensible, que sabía
que era tan propio de la gente, no le atañía a él. No sabía lo que era sentir
terror, en definitiva. Sus miedos concernían a sentimientos de soledad,
decepción, abandono, y a veces, aun sabiendo que no era justo, la culpa. Por
eso, el sobresalto no se debió al miedo, si no a la absoluta sorpresa.
La calavera sin duda era humana.
Aún tenía pegados al hueso trozos de carne que sin duda estaban putrefactos, y
a través de las cuencas vacías se distinguía contenido, así que quizá
conservara la cosa hasta el cerebro. Una maraña de pelos enredados, grasientos
y sanguinolentos, coronaban la fina capa de cuero cabelludo. Parecían haberle
arrancado las orejas y en su lugar brillaban unas placas que sobresalían, como
si fueran chapas o remaches, de cabeza convexa. Toda la parte que conformaría
una boca había sido extraída: labios, encías y dientes; en su lugar, las
mandíbulas pulidas tenían atornillados los finales de varias clases de
tenedores, formando una dentadura metálica irregular y oxidada a trozos. Como
el televisor, contra todo pronóstico, había resultado ser en color, la imagen
le pareció tan nítida a Jones como tenerla presente cara a cara.
—Jones —crepitó el pequeño
altavoz bajo la pantalla, con un sonido más alto del volumen establecido en el
aparato. Parecía hablar, la cosa, pero no movía los labios para hacerlo—.
¿Dónde estás?
Jones no reconocía la voz, pero
hablaba con una familiaridad absurda, como si le estuviera exigiendo atención e
incluso respuesta. Sonaba como si alguien dijera cosas con los labios apretados
dentro de un tubo. No dijo nada, sólo se acarició la calva cabeza un par de
veces, observando.
—Jones —continuó la calavera de
dientes metálicos—. ¿Dónde estás?
Tras cinco minutos mirando,
decidió que, fuera lo que fuera, iba a seguir repitiéndose continuamente, y no
iba a contestarle a una tele, porque sería absurdo. Aunque esa cosa le hablara
a él, no podía verle, así que hacerle señas o gritarle no iba a servir de nada.
Ya iba a cambiar de canal, extendió la larga uña de su índice para apretar el
botón del “6”.
—Jones —crepitó la calavera—. Te mataré.
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