martes, 13 de octubre de 2015

UN NUEVO COMIENZO IV



La madrugada dio paso enseguida al amanecer. Jones, que se había pasado varios minutos recorriendo el pequeño apartamento, sin saber qué otra cosa hacer, comprobó que, si bien el detective daba impresión de ser descuidado de sí mismo bebiendo de esas maneras, su hogar y oficina estaba bastante ordenado y limpio, salvo por la capa de polvo que recorría algunas superficies y muebles. No había restos de comida o bebida esparcidos por ningún lado, y los documentos y carpetas que parecían ser de uso recurrente, estaban apilados sin orden aparente, pero apilados al fin y al cabo, a cada uno de los extremos opuestos de la que era su mesa de trabajo, presumiblemente.
La mesa estaba puesta delante del ancho ventanal de esa especie de sala de estar, como para que la luz solar diera claridad a cuanto tuviera delante el detective (salvo que su propia sombra le pudiera incordiar), y en fuerte contraste con el ancho y cómodo sillón giratorio que tenía para él, al otro lado se ofrecía de medio lado una sencilla silla de respaldo de plástico azul y patas de aluminio. Contra la pared del lado derecho, según se entraba al apartamento, se encontraba una simple estantería de madera aglomerada, más ancha que alta, y llena de distintas filas de carpetas archivadoras, a simple vista por orden alfabético pero con algunas excepciones, como si hubiera unos cuantos que quisiera tener más a mano. En el lado contrario, y haciendo un alarde exagerado de lo que es aprovechar el espacio, un pequeño mueble de puerta batiente sostenía encima un viejo televisor de tubo de 21 pulgadas, tan viejo que no sería de extrañar que al encenderlo no mostrara colores; y para relajarse a contemplar los programas, un sofá de tres plazas de delgado cuero marrón, o quizá imitación, que ya estaba agrietado y levantado en algunos bordes. El asiento estaba muy cerca de la televisión, como si fuera más importante tener un recorrido amplio hasta su mesa de trabajo del fondo cuando un cliente pasara por la puerta... O quizá es que el detective era simplemente miope.
En el extremo contrario a donde se encontraba el dormitorio, se abría una pequeña cocina, donde no había sitio ni para una mesa o sillas; consistía en un estrecho pasillo a un lado del cual se encontraban dos fogones de gas de distinto tamaño y el fregadero, bajo los cuales podían abrirse distintos armaritos. A la entrada, a mano izquierda, una pequeña nevera precedía a todo aquello, y Jones la abrió, curioso, pero no encontró nada digno de llamarse alimento. Por algún motivo había un tarro de crema de cacahuete cerrado, pero que parecía a medio consumir. ¿Por qué guardar eso en la nevera? A Jones no le entusiasmaban los dulces, pero la idea de comerse esa crema en frío... le parecía especialmente repugnante. Supuso que el hombre debía de comer, si acaso lo hacía, en cafeterías o restaurantes, porque al inspeccionar alguno de los pequeños armarios no encontró nada más que polvo.
Al poco tiempo decidió dejar de mirar lo que le quedaba por escudriñar de la casa, que eran los pequeños cajones de la cocina y de la mesa de escritorio de la sala de estar, pues le parecía una intromisión exagerada en lo personal del detective, y se acercó al ventanal. El sol ya calentaba tímidamente las partes más altas de los edificios de enfrente, de los pisos cuarto a sexto concretamente. Jones sintió tentación de sentarse en el bajo alfeizar interior, que se extendía de una a otra de las dos ventanas orientadas en ángulos opuestos, separadas por la tercera central, tan ancha como las otras dos juntas. Pero, aunque la sombra le favorecía, temió que algún vecino o paseante de la calle pudiera fijar su atención en él, una presencia inquietante como sabía que era, incluso aunque se cubriera de pies a cabeza. De modo que se quedó a una distancia prudencial y se relajó. Se dejó embargar por la calidez que traía la luz solar reflejada en la fachada de enfrente y sus ventanas.
Durante un buen rato, inmóvil ahí, de pie, dejó volar su imaginación, incapaz de hacer otra cosa. Se vio a sí mismo más adelante, viviendo una vida parecida a la de una persona normal. No sabía cómo, pero tenía un empleo, y en la imagen él regresaba a una casa que era suya, y dejaba su sombrero y abrigo, nuevos, comprados con su sueldo, en una percha a la entrada. Y tenía un sillón a su medida, en el que se podía sentar y sentir una persona. Un descanso merecido. ¿Y la comida? Se podría cocinar lo que él hubiera querido comprarse en alguna tienda, cocinaría como le había ido enseñando de vez en cuando la mujer barbuda. Además, por lo que le había dicho, podría aprender recetas nuevas en libros, o incluso de la televisión, en la que al parecer había programas dedicados a aprender a cocinar...
Un momento, ¡la televisión! Podía encender la televisión, con un volumen  bajo, para pasar el rato sin molestar el sueño del detective ebrio. Era una idea que le emocionaba, pero aunque había visto alguna vez al director del circo usar su televisor en su caravana, no estaba seguro de saber usar una por sí mismo. Probar no tenía nada de malo, pero... ¿y si la estropeaba? Era un riesgo que le apetecía correr, desde luego. De todos modos, de averiar algo, ¿qué le iba a hacer nadie? Ya le habían hecho de todo, incluso dispararle con la intención de matarle, y seguía vivo, como si nada.
Recordar los disparos le trajo de vuelta la picazón de las heridas. Se desenrolló del cuerpo el manto ajado e intentó mirarse la espalda. Alcanzó a tocarse alguno de los bultos en su piel, y enseguida notó metal apretado contra la carne herida y abierta. Al pasar los dedos, dos balas aplastadas cayeron al suelo, con un ruido que le pareció un estruendo en medio del silencio del apartamento. Su cuerpo estaba... ¿expulsando las balas? Y ni siquiera parecían haber sido capaces de penetrar su carne unos milímetros. Se miró los brazos, en los que sus tensos y delgados músculos se apretaban lastimeramente sobre los huesos. Parecía débil, a pesar de su tamaño... pero era capaz de soportar disparos. Sabía que apenas sentía los golpes, pues se había pasado la vida recibiéndolos, y salvo por el impacto psicológico que ello tenía, nunca había recibido un daño digno de considerarse así, no como había visto que eran las consecuencias de los mismos golpes en el resto de las personas. A él no se le amorataba la piel, ni se le quebraban los huesos, no se le caían los dientes ni le salían bultos. El único daño de verdad que había recibido fue en el ojo izquierdo, cuando el director del circo, a punto de ser asesinado por él, le golpeó en la cara con una espumadera metálica de cocinar. Había sentido un fuerte dolor sordo por todo el ojo durante días, aunque cuando se lo tocaba seguía notando inalterable la burbuja de duro vidrio que parecía ser su superficie. Y el dolor desapareció tan poco a poco que ni sabía cuándo había desaparecido, sin secuelas que él pudiera apreciar.
El director del circo. Ese viejo manipulador, mentalista, capaz de mover cosas con su pensamiento... ¿Qué habría sido del resto sin él? Sin duda el propio Jones y el director eran los mayores espectáculos, el sustento real del negocio. Habían pasado... no lo sabía, ¿seis meses, desde que huyera? Se preguntó si en las noticias de la tele mencionarían algo del crimen del circo. Finalmente se decidió a encenderla. Era fácil, darle al botón que ponía “encendido”.
Por suerte el volumen no estaba muy alto, porque tardó un poco en observar los mandos a la derecha de la pantalla y deducir que el que parecía una pendiente ascendente hacia la derecha debía servir para modularlo. Los otros dos simbolizaban un sol radiante y un símbolo parecido al del bien y el mal chinos, seguramente ambos para alguna graduación de intensidades de la imagen. Más abajo el televisor tenía botones plateados, con números encima, hasta el número ocho. Al encenderla, unas caricaturas de animales se estaban persiguiendo por una cocina causando desastres con toda clase de objetos y herramientas punzantes. Probó a cambiar de canal. En el siguiente un tipo muy serio daba las noticias del mundo con tono monocorde y aburrido. En otro, unas personas que se esforzaban en parecer optimistas hablaban de un espectacular aparato de ejercicios que al parecer hacía idiota a todo el que no deseara comprarlo inmediatamente llamando al número que aparecía en pantalla. El tipo que decía eso era una suerte de culturista sudoroso que de ningún modo podría haber trabajado todos esos músculos con el ridículo cacho de plástico que presentaba. Jones cambió de canal nuevamente, casi ofendido.
En ese nuevo canal no había nada, unas interferencias blancas. A Jones le pareció escuchar voces perdidas entre el caos de ruido disonante. Se parecían a las que le susurraban cosas sin sentido algunas veces, cuando se quedaba solo mucho tiempo, en la oscuridad. Voces que repetían cosas que parecían importar pero que no tenía manera de saber a qué se referían, como si se trataran de avatares personales de cada voz. Y ahora... ¿Salían de la tele? Meneó la cabeza, se quitó el sombrero, arrojándolo sobre la plaza central del sofá, y escuchó un poco más. Negó con la cabeza y cambió de canal.
En este, que era el quinto, le sobresaltó un silencio absoluto y la imagen de una calavera humana. Jones tenía temores, por supuesto, pero era mejor decir inquietudes. El temor a lo desconocido, o el pánico ante un hecho sobrenatural o incomprensible, que sabía que era tan propio de la gente, no le atañía a él. No sabía lo que era sentir terror, en definitiva. Sus miedos concernían a sentimientos de soledad, decepción, abandono, y a veces, aun sabiendo que no era justo, la culpa. Por eso, el sobresalto no se debió al miedo, si no a la absoluta sorpresa.
La calavera sin duda era humana. Aún tenía pegados al hueso trozos de carne que sin duda estaban putrefactos, y a través de las cuencas vacías se distinguía contenido, así que quizá conservara la cosa hasta el cerebro. Una maraña de pelos enredados, grasientos y sanguinolentos, coronaban la fina capa de cuero cabelludo. Parecían haberle arrancado las orejas y en su lugar brillaban unas placas que sobresalían, como si fueran chapas o remaches, de cabeza convexa. Toda la parte que conformaría una boca había sido extraída: labios, encías y dientes; en su lugar, las mandíbulas pulidas tenían atornillados los finales de varias clases de tenedores, formando una dentadura metálica irregular y oxidada a trozos. Como el televisor, contra todo pronóstico, había resultado ser en color, la imagen le pareció tan nítida a Jones como tenerla presente cara a cara.
—Jones —crepitó el pequeño altavoz bajo la pantalla, con un sonido más alto del volumen establecido en el aparato. Parecía hablar, la cosa, pero no movía los labios para hacerlo—. ¿Dónde estás?
Jones no reconocía la voz, pero hablaba con una familiaridad absurda, como si le estuviera exigiendo atención e incluso respuesta. Sonaba como si alguien dijera cosas con los labios apretados dentro de un tubo. No dijo nada, sólo se acarició la calva cabeza un par de veces, observando.
—Jones —continuó la calavera de dientes metálicos—. ¿Dónde estás?
Tras cinco minutos mirando, decidió que, fuera lo que fuera, iba a seguir repitiéndose continuamente, y no iba a contestarle a una tele, porque sería absurdo. Aunque esa cosa le hablara a él, no podía verle, así que hacerle señas o gritarle no iba a servir de nada. Ya iba a cambiar de canal, extendió la larga uña de su índice para apretar el botón del “6”.
—Jones —crepitó la calavera—. Te mataré.

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