martes, 13 de octubre de 2015

UN NUEVO COMIENZO I



Elangel Pulois se desesperezó tras sentarse rápidamente al borde de la cama, aún con los ojos cerrados. Desperezarse consistía en estirar los brazos y arquear la espalda, y torcer luego el cuello, que le crujía como una carraca al girarlo completando una circunferencia sobre sus hombros. Se moría de sueño, pese a todo, y si se había incorporado tan de repente no había sido por otra cosa que un sobresalto traído en una más de sus extrañas pesadillas.
Nunca recordaba las cosas que le torturaban durante sus sueños, pero cuando se despertaba de golpe, siempre lo hacía con el corazón acelerado y el terror atenazando su garganta. Un par de golpes a su puerta le obligaron a entreabrir los párpados en esa dirección.
— ¡¿Quéeeee?! —Aulló sin interés, como protesta.
— Nass, café —se oyó al otro lado rugir a Jones.
Thomas Nasser pensó en la ironía. Un auténtico monstruo detrás de su puerta, que le incordiaba no con sus ganas de matar, sino con su exacerbada cortesía y atenciones.
— ¡Paaaasa! —permitió Nasser con cansancio.
Jones pasó girando con extremo cuidado el pomo entre dos de sus afiladas uñas. Como era costumbre, vestía una de sus grandes camisas blancas, ésta rayada con finas líneas azules. Los pantalones eran marrones, y en los pies calzaba uno de sus enormes pares de botas, de los que tenía varios, todos idénticos. Todo estaba hecho a su medida, pues no había en la tierra hombre de esas tallas, y Nasser lo había pagado todo con parte de los buenos beneficios que ganaban desde que conociera al extraño ser y se hicieran socios en su nueva agencia de detectives.
Porque claro, Nasser siempre había querido dedicarse a ese oficio, inspirado por las clásicas películas de cine negro que veía en la tele, durante su infancia y preadolescencia... Pero realmente no era especialmente sagaz, y salvo su capacidad para desatar una agresividad desmedida, no poseía ninguna otra cualidad para dedicarse a las investigaciones personales y las mediaciones entre miserables. Pero tuvo la suerte de que, en una de sus largas noches de borrachera, hacía ya tres años, había conocido al marginado Jones.
Él se había pasado la vida vagabundeando, después de que, cansado de los maltratos tanto psicológicos como físicos, siendo aún un niño, despedazara al director del circo de fenómenos del que era esclavo. Casualmente se encontraba en el mismo bar, tomando un café que había podido pagarse gracias a las limosnas recogidas en un viejo sombrero que en ese momento llevaba puesto. Nasser apenas salió de su ensoñación etílica al sentir la agazapada sombra bajo el manto ajado, a su lado.
— ¡Joder, amigo! —Se había esforzado en pronunciar, volviéndose hacia el desconocido gigante—. Me parece que alguien se ha pasado con los anabolizantes.
No tenía ninguna gracia, pero en su estado eso debía ser para él una genialidad, de modo que Nasser rompió a reír sin que nadie le acompañara. Las pocas personas que se repartían solitarias por las mesas, algunas sumidas en sombrío desayuno de madrugada, dirigieron preocupadas miradas hacia el detective, temiendo por su seguridad y, por extensión, de la de ellos mismos, al atreverse a correr siquiera el riesgo de ofender mínimamente al gran y extraño vagabundo. La chica que servía tras la barra, asustada, echó una rápida mirada hacia la cocina, visible por encima de un mostrador en el cual el cocinero y dueño dejaba los sencillos platos. El tipo, que llevaba un rato con las manos ahí apoyadas, observando atentamente al extraño mendigo, comprendió enseguida a su empleada y salió de la cocina ajustándose el gorrito de cocinero sobre la calva sudorosa y resbaladiza, y frotándose luego la espesa barba blanca. Nasser interrumpió sus carcajadas, que habían dejado de ser espontáneas y sonaban ya falsas y forzadas.
— ¿Qué pasa? —Se adelantó al cocinero.
—Oye, Elangel, ya te dije una vez que yo te dejo beber aquí, por mal que te haga, y tú no molestas a los clientes—le espetó con bastante mal humor.
— ¿En serio? ¿Me vas a joder la fiesta por un puto pordiosero de mierda? —Se quejó él, lanzando las manos con aspavientos torpes hacia el desconocido cubierto—. ¿Con la de pasta que me dejo aquí? ¿A mí, un cliente fiel como ninguno?
—Vienes aquí porque yo no te echo, como debería. Porque fuimos compañeros, por los viejos tiempos... Pero no, tío. Esto no te lo permito.
—Joder, ¡está bien! —Elangel Pulois se puso en pie tras su taburete frente a la barra, y ejecutó una torpe reverencia hacia el mendigo gigante— ¡Disculpad mis modales, oh su majestad, La Reina de los Andrajos!
— ¡Joder, cállate! —le gritó el cocinero, dándole en los morros a Nasser con el trapo sucio que siempre llevaba colgado de la cintura.
—Por favor, déjenlo ya, no pasa nada —se oyó de repente crujir en el aire de la cafetería. Aquella voz sonaba como un trueno que hiciera vibrar levemente el vidrio y el metal de toda la sala—. No se peleen, me acabaré mi café y me iré, no me volverán a ver. Sólo es que está muy caliente, a mi parecer...
Todo el mundo se quedó mirando al hombre gigante oculto, agazapado sobre el taburete, ridículo para su envergadura.
—P-p-puedo echarle un poco de leche fría, si le apetece —ofreció muy asustada la camarera, mirándole con los ojos muy abiertos.
—No, gracias, me gusta solo.
—Puedo ofrecerte algo para comer, si quieres —se le dirigió el cocinero, acercándosele un poco. Pero enseguida retrocedió, al distinguir parte de sus rasgos bajo el manto apolillado.
—No tengo más dinero.
—N-no importa —tartamudeó el cocinero, intentando sobreponerse al horror—. Escucha, te invito por las molestias. No es mal tipo, le conozco, pero cuando bebe se pone de un gilipollas...
—No hay de qué disculparse, tengo problemas mayores, como entenderá —el vagabundo había dicho esas palabras acompañándolas de una suerte de ligera risa, pero sonaba más bien como un tiburón atragantado con medio oso.
Pese a lo antinatural de las proporciones, del aspecto y del sonido de su voz, el cocinero pudo esbozar una sonrisa torcida, mientras asentía.
—Cojones, amigo... Ahora mismo te traigo un par de filetes.
El ser bajo el sombrero y el manto no dijo nada más, sólo se acercó la pequeña taza a la boca, usando esos desproporcionadamente largos y gruesos apéndices, que debían ser sus dedos, pero que tenía envueltos en enmarañadas vendas, como si los tuviera heridos o quemados. Elangel Pulois ya no tenía ganas de reírse, no después de oír aquel extraño sonido que era la voz de aquel hombre, y estudiaba con todo el cuidado que podía poner, ebrio como estaba, sus gestos y características. Manoseó la barra a su izquierda hasta que dio con el pequeño vaso, donde quedaba un resto de whisky que enseguida engulló.
El ser sopló el café ardiente, buscando enfriarlo, y enseguida lo olfateó, con tanta mesura que se percibía que el mismo aroma le llenaba el espíritu así como tomarlo le llenaría el estómago. Nasser creyó distinguir un brillo bajo el ancho ala del sombrero, como si el vagabundo llevara una especie de bozal o mecanismo metálico que le cubriera la parte donde debía ir la boca.
La puerta de la cafetería se abrió, y pasaron dos policías uniformados. Vestían largas gabardinas negras impermeables, así como un complemento de plástico transparente  para proteger sus gorras reglamentarias de la lluvia, pese a que hacía más de una hora que había dejado de llover. Nasser los reconoció enseguida.
—Hombre, no me jodas —se quejó, y les dio la espalda, apoyándose en la barra. Hizo un gesto a la muchacha, exigiéndole más whisky.
—Oye, mira quién está aquí... otra vez. ¡Elangel Pulois! El gran, GRAN detective.
El agente que decía eso frotaba los hombros de Nasser, apoyándose completamente sobre él, intentando ser lo más molesto que podía.
—Aún no amanece... Las cucarachas siguen de paseo —dijo el otro, pero sin prestar atención. En realidad miraba fijamente al vagabundo, que ya sorbía, o más bien dejaba caer hacia su boca, su café. Alzó su ancha mandíbula hacia él, para señalarle a su compañero que se fijara, pero éste se afanaba en incordiar a Nasser.
—Creo que ya has bebido bastante, ¿no te parece? —Le dijo con sorna, poniéndose a su izquierda en la barra—. Oye, tengo una idea... ¡Te acompañaremos a tu casa!
—Podéis chuparme uno la polla y otro comerme los huevos, mejor —contestó inmediatamente Nasser, golpeando levemente con el vaso en la barra, reclamando una bebida que ya sabía que no le iban a servir, mientras los polis siguieran allí.
—Podeih zupame la poia y otlo comleme lo guevhooo —le imitó el agente, burlándose de los patinazos de su lengua, lánguida por la larga ingesta de alcohol—. No se bebe más, ven con nosotros, verás qué bien.
—Sí, tan bien como le fue a Sally, ¿eh, hijos de puta? —Nasser no levantaba la voz ni perdía la misma modulación de su tono, pero la frase tuvo el efecto que él había querido.
En esos días, Sally era una agente que misteriosamente había recibido una paliza y una violación por parte de varias personas durante un servicio, de madrugada. Para Elangel Pulois, lo de “misteriosamente” era, por supuesto, un eufemismo: él no sabía si era cierto, pero corrían rumores de que ella estaba cansada del acoso en el trabajo, y que, por venganza, decían las malas lenguas, se había coordinado en secreto con los de asuntos internos para destapar la red de corrupción que conectaba varias de las comisarías más importantes de la ciudad. Fuera todo eso verdad o no, resultaba muy interesante que la noche en que fue atacada su compañero asignado, que no era otro que el que ahora estaba junto a Nasser, había llegado tres horas tarde al comienzo de su patrulla. Otro dato curioso era que el superior de Sally le había denegado un sustituto como pareja, y que además se le había asignado a su coche el atender una llamada por allanamiento de morada. Nasser, sin que nadie se lo pidiera ni cobrar por ello, se había interesado desde el principio en los problemas de Sally, y en cuanto se fue recuperando la fue a visitar al hospital varias veces, esperando que le contara algo. Pero ella apenas miraba al detective, famoso a medias en el boca a boca de los suburbios por su inclinación a entrometerse y sus desaforados arranques de violencia. Y ni mucho menos le habló de los rumores de su cruzada contra la corrupción, ni sobre si sabía algo de los que la atacaron, ni hizo comentario alguno sobre sus sospechas, que alguna tendría que tener. Al principio simplemente se negaba a hablarle, y luego ya sólo le dirigía alguna mirada vacía. De modo que Elangel Pulois dejó de visitarla. Pero el asunto aún le jodía.
— ¿Q-Qué has dicho? —tartamudeó el agente.
Su compañero había dejado de mirar al vagabundo enorme al escuchar a Nasser referirse a la compañera hospitalizada.
—Sí —dijo, avanzando hacia Nasser, a sus espaldas, estirando la sílaba como si fuera una serpiente—. ¿Qué cojones has dicho, soplapollas?
—Pues digo que —empezó Nasser, mirándole por encima del hombro derecho—, ¿qué cojones le pasó a Sally, hijos de...?
Nasser no pudo terminar la frase. El tipo de la mandíbula ancha le sacudió una fuerte patada a su taburete, haciéndole desplomarse hacia un lado. Pero no le dejó derrumbarse del todo, consiguió coger a Nasser de su usada gabardina marrón y tirar de él hacia sí para soltarle un fuerte puñetazo en el estómago. Elangel Pulois hizo gala entonces de toda su naturalidad, y vomitó de golpe buena parte del alcohol, doblándose a cuatro patas en el suelo.
—Joder, ¡qué puto asco de tío! —Exclamó el agente que se había acercado a Nasser en primer lugar, nervioso.
—Esto no es nada... Deberías verle en sus mejores días, Thanky. Esos días huele y se mueve como si ya estuviera muerto—empujó a un lado a Nass de un puntapié, al decir aquello, y siguió: —. A Sally lo que le pasó es lo mismo que te pasa a ti, Elangel Pulois, puta rata: que no sabéis jugar en equipo. Ven, te vamos a llevar a tu casa.
—Que le jodan, agente Turkin —pudo exhalar Nasser, en un tono jocoso, con saliva pastosa colgándole del labio inferior.
— ¡En pie! ¡A casa! Thanky, ven aquí y ayúdame...
—Soltadlo.
La voz que les ordenaba ya la reconocían los demás dentro de la pequeña cafetería, pero para los policías era una experiencia totalmente nueva. El agente Turkin enseguida supo de dónde venía el sonido, pero el nervioso al que llamaba Thanky extrajo su arma de la cartuchera y buscó confuso a su alrededor el origen de esa voz antinatural.
El tono usado por el vagabundo había sido tan imperativo que Nasser creyó sentir que los ojos le bailaban dentro de las cuencas.
— ¿Qué? Oh, es que... no sé, ¿es que esperabas poder verlo caer inconsciente, y robarle? ¿Es eso? —Empezó a reírse el agente Turkin, dirigiéndose al gigante del sombrero. Mientras, Thanky ya apuntaba su arma hacia él—. O quizá... no sé, ¿poder darle por culo, mientras dormía la mona, en un oscuro callejón?
Thanky, aún nervioso por lo que había dicho el detective sobre su antigua compañera, Sally, aprovechó las gracias de Turkin para soltar una risa que rayaba en la histeria.
— ¡Ha! ¡Por culo, sí! ¡Le darían por culo al detective!
— No le ibais a llevar a su casa —la voz del vagabundo acalló las risas de Thanky, a quien la expresión forzada de sonrisa se le caía lentamente como una máscara de barro a medio cocer.
Porque el vagabundo no sólo hablaba, había hecho girar la silla para dirigir la sombra que ocultaba sus facciones hacia ellos. Al levantar la cabeza, la oscuridad entre aquellos anchos hombros cobró la forma de dos ardientes esferas de lava oscurecida, en mitad de las cuales una especie de pupilas elípticas, como felinas, alternaba su mirada de uno a otro de los dos agentes.
—Así que dejadlo en paz —siguió el vagabundo—, iros... Ahora.
Thanky apuntaba su arma con verdadero terror, muy tentado de disparar cada vez que las pupilas elípticas y verticales se le clavaban en sus propios ojos, como si fueran filos de dos espadas, preparados para segarle en cuatro trozos la parte entre las sienes... El agente Turkin, igualmente impresionado pero más tranquilo, echó una mano al hombro de su compañero, y tiró de él poco a poco, llevándole consigo hacia la salida. Ambos hombres no habían dejado de mirar a los extraños y grandes ojos del vagabundo en ningún momento, pues aunque no fueran totalmente conscientes de ello, un terror primordial, el miedo a ser alcanzado por la espalda durante una huída, se había apoderado de ellos, y no eran capaces sus cuerpos de hacer más que eso.
O quizá hubieran podido fingirse muertos, como hacen algunos insectos.

No hay comentarios:

Publicar un comentario