Elangel Pulois se desesperezó tras sentarse rápidamente al
borde de la cama, aún con los ojos cerrados. Desperezarse consistía en estirar
los brazos y arquear la espalda, y torcer luego el cuello, que le crujía como
una carraca al girarlo completando una circunferencia sobre sus hombros. Se
moría de sueño, pese a todo, y si se había incorporado tan de repente no había
sido por otra cosa que un sobresalto traído en una más de sus extrañas
pesadillas.
Nunca recordaba las cosas que le
torturaban durante sus sueños, pero cuando se despertaba de golpe, siempre lo
hacía con el corazón acelerado y el terror atenazando su garganta. Un par de
golpes a su puerta le obligaron a entreabrir los párpados en esa dirección.
— ¡¿Quéeeee?! —Aulló sin interés,
como protesta.
— Nass, café —se oyó al otro lado
rugir a Jones.
Thomas Nasser pensó en la ironía.
Un auténtico monstruo detrás de su puerta, que le incordiaba no con sus ganas
de matar, sino con su exacerbada cortesía y atenciones.
— ¡Paaaasa! —permitió Nasser con
cansancio.
Jones pasó girando con extremo
cuidado el pomo entre dos de sus afiladas uñas. Como era costumbre, vestía una
de sus grandes camisas blancas, ésta rayada con finas líneas azules. Los
pantalones eran marrones, y en los pies calzaba uno de sus enormes pares de
botas, de los que tenía varios, todos idénticos. Todo estaba hecho a su medida,
pues no había en la tierra hombre de esas tallas, y Nasser lo había pagado todo
con parte de los buenos beneficios que ganaban desde que conociera al extraño
ser y se hicieran socios en su nueva agencia de detectives.
Porque claro, Nasser siempre
había querido dedicarse a ese oficio, inspirado por las clásicas películas de
cine negro que veía en la tele, durante su infancia y preadolescencia... Pero
realmente no era especialmente sagaz, y salvo su capacidad para desatar una
agresividad desmedida, no poseía ninguna otra cualidad para dedicarse a las
investigaciones personales y las mediaciones entre miserables. Pero tuvo la
suerte de que, en una de sus largas noches de borrachera, hacía ya tres años,
había conocido al marginado Jones.
Él se había pasado la vida
vagabundeando, después de que, cansado de los maltratos tanto psicológicos como
físicos, siendo aún un niño, despedazara al director del circo de fenómenos del
que era esclavo. Casualmente se encontraba en el mismo bar, tomando un café que
había podido pagarse gracias a las limosnas recogidas en un viejo sombrero que
en ese momento llevaba puesto. Nasser apenas salió de su ensoñación etílica al
sentir la agazapada sombra bajo el manto ajado, a su lado.
— ¡Joder, amigo! —Se había
esforzado en pronunciar, volviéndose hacia el desconocido gigante—. Me parece
que alguien se ha pasado con los anabolizantes.
No tenía ninguna gracia, pero en
su estado eso debía ser para él una genialidad, de modo que Nasser rompió a
reír sin que nadie le acompañara. Las pocas personas que se repartían solitarias
por las mesas, algunas sumidas en sombrío desayuno de madrugada, dirigieron
preocupadas miradas hacia el detective, temiendo por su seguridad y, por
extensión, de la de ellos mismos, al atreverse a correr siquiera el riesgo de
ofender mínimamente al gran y extraño vagabundo. La chica que servía tras la
barra, asustada, echó una rápida mirada hacia la cocina, visible por encima de
un mostrador en el cual el cocinero y dueño dejaba los sencillos platos. El
tipo, que llevaba un rato con las manos ahí apoyadas, observando atentamente al
extraño mendigo, comprendió enseguida a su empleada y salió de la cocina
ajustándose el gorrito de cocinero sobre la calva sudorosa y resbaladiza, y
frotándose luego la espesa barba blanca. Nasser interrumpió sus carcajadas, que
habían dejado de ser espontáneas y sonaban ya falsas y forzadas.
— ¿Qué pasa? —Se adelantó al
cocinero.
—Oye, Elangel, ya te dije una vez
que yo te dejo beber aquí, por mal que te haga, y tú no molestas a los
clientes—le espetó con bastante mal humor.
— ¿En serio? ¿Me vas a joder la
fiesta por un puto pordiosero de mierda? —Se quejó él, lanzando las manos con
aspavientos torpes hacia el desconocido cubierto—. ¿Con la de pasta que me dejo
aquí? ¿A mí, un cliente fiel como ninguno?
—Vienes aquí porque yo no te
echo, como debería. Porque fuimos compañeros, por los viejos tiempos... Pero
no, tío. Esto no te lo permito.
—Joder, ¡está bien! —Elangel Pulois
se puso en pie tras su taburete frente a la barra, y ejecutó una torpe
reverencia hacia el mendigo gigante— ¡Disculpad mis modales, oh su majestad, La Reina de los Andrajos!
— ¡Joder, cállate! —le gritó el
cocinero, dándole en los morros a Nasser con el trapo sucio que siempre llevaba
colgado de la cintura.
—Por favor, déjenlo ya, no pasa
nada —se oyó de repente crujir en el aire de la cafetería. Aquella voz sonaba
como un trueno que hiciera vibrar levemente el vidrio y el metal de toda la
sala—. No se peleen, me acabaré mi café y me iré, no me volverán a ver. Sólo es
que está muy caliente, a mi parecer...
Todo el mundo se quedó mirando al
hombre gigante oculto, agazapado sobre el taburete, ridículo para su
envergadura.
—P-p-puedo echarle un poco de
leche fría, si le apetece —ofreció muy asustada la camarera, mirándole con los
ojos muy abiertos.
—No, gracias, me gusta solo.
—Puedo ofrecerte algo para comer,
si quieres —se le dirigió el cocinero, acercándosele un poco. Pero enseguida
retrocedió, al distinguir parte de sus rasgos bajo el manto apolillado.
—No tengo más dinero.
—N-no importa —tartamudeó el
cocinero, intentando sobreponerse al horror—. Escucha, te invito por las
molestias. No es mal tipo, le conozco, pero cuando bebe se pone de un
gilipollas...
—No hay de qué disculparse, tengo
problemas mayores, como entenderá —el vagabundo había dicho esas palabras
acompañándolas de una suerte de ligera risa, pero sonaba más bien como un
tiburón atragantado con medio oso.
Pese a lo antinatural de las
proporciones, del aspecto y del sonido de su voz, el cocinero pudo esbozar una
sonrisa torcida, mientras asentía.
—Cojones, amigo... Ahora mismo te
traigo un par de filetes.
El ser bajo el sombrero y el
manto no dijo nada más, sólo se acercó la pequeña taza a la boca, usando esos
desproporcionadamente largos y gruesos apéndices, que debían ser sus dedos,
pero que tenía envueltos en enmarañadas vendas, como si los tuviera heridos o
quemados. Elangel Pulois ya no tenía ganas de reírse, no después de oír aquel
extraño sonido que era la voz de aquel hombre, y estudiaba con todo el cuidado
que podía poner, ebrio como estaba, sus gestos y características. Manoseó la
barra a su izquierda hasta que dio con el pequeño vaso, donde quedaba un resto
de whisky que enseguida engulló.
El ser sopló el café ardiente,
buscando enfriarlo, y enseguida lo olfateó, con tanta mesura que se percibía
que el mismo aroma le llenaba el espíritu así como tomarlo le llenaría el
estómago. Nasser creyó distinguir un brillo bajo el ancho ala del sombrero,
como si el vagabundo llevara una especie de bozal o mecanismo metálico que le
cubriera la parte donde debía ir la boca.
La puerta de la cafetería se
abrió, y pasaron dos policías uniformados. Vestían largas gabardinas negras
impermeables, así como un complemento de plástico transparente para proteger sus gorras reglamentarias de la
lluvia, pese a que hacía más de una hora que había dejado de llover. Nasser los
reconoció enseguida.
—Hombre, no me jodas —se quejó, y
les dio la espalda, apoyándose en la barra. Hizo un gesto a la muchacha,
exigiéndole más whisky.
—Oye, mira quién está aquí...
otra vez. ¡Elangel Pulois! El gran, GRAN detective.
El agente que decía eso frotaba
los hombros de Nasser, apoyándose completamente sobre él, intentando ser lo más
molesto que podía.
—Aún no amanece... Las cucarachas
siguen de paseo —dijo el otro, pero sin prestar atención. En realidad miraba
fijamente al vagabundo, que ya sorbía, o más bien dejaba caer hacia su boca, su
café. Alzó su ancha mandíbula hacia él, para señalarle a su compañero que se
fijara, pero éste se afanaba en incordiar a Nasser.
—Creo que ya has bebido bastante,
¿no te parece? —Le dijo con sorna, poniéndose a su izquierda en la barra—. Oye,
tengo una idea... ¡Te acompañaremos a tu casa!
—Podéis chuparme uno la polla y
otro comerme los huevos, mejor —contestó inmediatamente Nasser, golpeando
levemente con el vaso en la barra, reclamando una bebida que ya sabía que no le
iban a servir, mientras los polis siguieran allí.
—Podeih zupame la poia y otlo
comleme lo guevhooo —le imitó el agente, burlándose de los patinazos de su
lengua, lánguida por la larga ingesta de alcohol—. No se bebe más, ven con
nosotros, verás qué bien.
—Sí, tan bien como le fue a
Sally, ¿eh, hijos de puta? —Nasser no levantaba la voz ni perdía la misma
modulación de su tono, pero la frase tuvo el efecto que él había querido.
En esos días, Sally era una
agente que misteriosamente había recibido una paliza y una violación por parte
de varias personas durante un servicio, de madrugada. Para Elangel Pulois, lo
de “misteriosamente” era, por supuesto, un eufemismo: él no sabía si era
cierto, pero corrían rumores de que ella estaba cansada del acoso en el
trabajo, y que, por venganza, decían las malas lenguas, se había coordinado en
secreto con los de asuntos internos para destapar la red de corrupción que
conectaba varias de las comisarías más importantes de la ciudad. Fuera todo eso
verdad o no, resultaba muy interesante que la noche en que fue atacada su
compañero asignado, que no era otro que el que ahora estaba junto a Nasser,
había llegado tres horas tarde al comienzo de su patrulla. Otro dato curioso
era que el superior de Sally le había denegado un sustituto como pareja, y que
además se le había asignado a su coche el atender una llamada por allanamiento
de morada. Nasser, sin que nadie se lo pidiera ni cobrar por ello, se había
interesado desde el principio en los problemas de Sally, y en cuanto se fue
recuperando la fue a visitar al hospital varias veces, esperando que le contara
algo. Pero ella apenas miraba al detective, famoso a medias en el boca a boca
de los suburbios por su inclinación a entrometerse y sus desaforados arranques
de violencia. Y ni mucho menos le habló de los rumores de su cruzada contra la
corrupción, ni sobre si sabía algo de los que la atacaron, ni hizo comentario
alguno sobre sus sospechas, que alguna tendría que tener. Al principio
simplemente se negaba a hablarle, y luego ya sólo le dirigía alguna mirada
vacía. De modo que Elangel Pulois dejó de visitarla. Pero el asunto aún le
jodía.
— ¿Q-Qué has dicho? —tartamudeó
el agente.
Su compañero había dejado de
mirar al vagabundo enorme al escuchar a Nasser referirse a la compañera
hospitalizada.
—Sí —dijo, avanzando hacia
Nasser, a sus espaldas, estirando la sílaba como si fuera una serpiente—. ¿Qué
cojones has dicho, soplapollas?
—Pues digo que —empezó Nasser,
mirándole por encima del hombro derecho—, ¿qué cojones le pasó a Sally, hijos
de...?
Nasser no pudo terminar la frase.
El tipo de la mandíbula ancha le sacudió una fuerte patada a su taburete,
haciéndole desplomarse hacia un lado. Pero no le dejó derrumbarse del todo,
consiguió coger a Nasser de su usada gabardina marrón y tirar de él hacia sí
para soltarle un fuerte puñetazo en el estómago. Elangel Pulois hizo gala
entonces de toda su naturalidad, y vomitó de golpe buena parte del alcohol,
doblándose a cuatro patas en el suelo.
—Joder, ¡qué puto asco de tío!
—Exclamó el agente que se había acercado a Nasser en primer lugar, nervioso.
—Esto no es nada... Deberías
verle en sus mejores días, Thanky. Esos días huele y se mueve como si ya
estuviera muerto—empujó a un lado a Nass de un puntapié, al decir aquello, y
siguió: —. A Sally lo que le pasó es lo mismo que te pasa a ti, Elangel Pulois,
puta rata: que no sabéis jugar en equipo. Ven, te vamos a llevar a tu casa.
—Que le jodan, agente Turkin
—pudo exhalar Nasser, en un tono jocoso, con saliva pastosa colgándole del
labio inferior.
— ¡En pie! ¡A casa! Thanky, ven
aquí y ayúdame...
—Soltadlo.
La voz que les ordenaba ya la
reconocían los demás dentro de la pequeña cafetería, pero para los policías era
una experiencia totalmente nueva. El agente Turkin enseguida supo de dónde
venía el sonido, pero el nervioso al que llamaba Thanky extrajo su arma de la
cartuchera y buscó confuso a su alrededor el origen de esa voz antinatural.
El tono usado por el vagabundo
había sido tan imperativo que Nasser creyó sentir que los ojos le bailaban
dentro de las cuencas.
— ¿Qué? Oh, es que... no sé, ¿es
que esperabas poder verlo caer inconsciente, y robarle? ¿Es eso? —Empezó a
reírse el agente Turkin, dirigiéndose al gigante del sombrero. Mientras, Thanky
ya apuntaba su arma hacia él—. O quizá... no sé, ¿poder darle por culo,
mientras dormía la mona, en un oscuro callejón?
Thanky, aún nervioso por lo que
había dicho el detective sobre su antigua compañera, Sally, aprovechó las
gracias de Turkin para soltar una risa que rayaba en la histeria.
— ¡Ha! ¡Por culo, sí! ¡Le darían
por culo al detective!
— No le ibais a llevar a su casa
—la voz del vagabundo acalló las risas de Thanky, a quien la expresión forzada
de sonrisa se le caía lentamente como una máscara de barro a medio cocer.
Porque el vagabundo no sólo
hablaba, había hecho girar la silla para dirigir la sombra que ocultaba sus
facciones hacia ellos. Al levantar la cabeza, la oscuridad entre aquellos
anchos hombros cobró la forma de dos ardientes esferas de lava oscurecida, en
mitad de las cuales una especie de pupilas elípticas, como felinas, alternaba
su mirada de uno a otro de los dos agentes.
—Así que dejadlo en paz —siguió
el vagabundo—, iros... Ahora.
Thanky apuntaba su arma con verdadero
terror, muy tentado de disparar cada vez que las pupilas elípticas y verticales
se le clavaban en sus propios ojos, como si fueran filos de dos espadas,
preparados para segarle en cuatro trozos la parte entre las sienes... El agente
Turkin, igualmente impresionado pero más tranquilo, echó una mano al hombro de
su compañero, y tiró de él poco a poco, llevándole consigo hacia la salida.
Ambos hombres no habían dejado de mirar a los extraños y grandes ojos del
vagabundo en ningún momento, pues aunque no fueran totalmente conscientes de
ello, un terror primordial, el miedo a ser alcanzado por la espalda durante una
huída, se había apoderado de ellos, y no eran capaces sus cuerpos de hacer más
que eso.
O quizá hubieran podido fingirse
muertos, como hacen algunos insectos.
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