—Mira... me da igual lo que... Escucha.... Escúchame.
¡ESCÚCHAME, HARDY!
Jones, que se había desplazado
hasta el baño del detective para, con su permiso, sanearse las heridas de
disparos, sintió un escalofrío al escuchar la tensa conversación que el hombre
tenía con la persona al otro lado de la línea del teléfono de su mesa. Había
cerrado la puerta del servicio, pero su poderoso oído le permitía oír al
detective con claridad, y con dificultad sentir los débiles titubeos de una voz
estridente al aparato, de la cual no atinaba a distinguir las palabras.
Nueve de las balas disparadas por
los policías corruptos se habían estrellado a lo largo de su espalda. Recoger
del suelo las que se habían caído de las heridas, hacía rato, había sido fácil,
pero el resto de los proyectiles estaban mejor encajados o más hundidos en su
tensa piel, y tuvo que hurgar bien con sus uñas para extirpar algunas. Las dos
heridas que habían expulsado por sí solas las balas apenas eran ya unas
hendiduras enrojecidas, mientras que las que estaba tratando él mismo supuraban
densas gotas de sangre que se movían perezosas siguiendo la gravedad por su
espalda. Al quitarse esos tapones de plomo, el picor remitió, y hasta sintió un
calor repentino originándose en cada orificio, como si el aire fuera un cálido
aliento balsámico. Sin
duda su cuerpo era más extraño y extraordinario de lo que nadie, ni él mismo,
se podía haber imaginado.
No lo comprendía. Luchaba contra
esa idea con emoción, mientras seguía con su cura improvisada. ¿Por qué ese
desconocido le estaba tratando así? ¡Le estaba encargando a un amigo suyo que
comprara ropa! ¡Para él, el horrible Monstruo De Los Ojos Rojos! Sabía que su
ayuda había sido decisiva aquella noche para la supervivencia del detective,
pero esa deferencia, mejor dicho, esa veneración con que le estaba
recompensando le parecía excesiva. Nadie le había comprado ropa nunca. Bueno,
la mujer barbuda, durante el que se suponía era su quinto año de vida, le había
regalado una bufanda negra, que incluso traía la etiqueta de la tienda donde se
la había comprado. Pero eso era todo. Tanto los mantos como los pantalones que
habían ido siendo sus ropajes por distintas temporadas habían pertenecido a
otros animales o personas antes. Y los pantalones, como los azules de deporte
que en ese momento vestía, le quedaban siempre tan pequeños... siempre le
terminaban a la altura de sus gemelos. Y pocas veces había tenido nada que
ponerse en los pies, por supuesto. Casi toda su vida la había pasado descalzo.
Sólo las últimas semanas de lluvia intensa, recorriendo la ciudad, le habían
convencido de que estaría mejor con al menos un par de plásticos atados a los
pies.
Y con gran alivio descubrió haber
acertado... No sólo por el frío y la humedad, que aunque no le propiciaban las
enfermedades y estragos que había visto en otros vagabundos, le eran igualmente
molestos, sino para no espantar a las personas de las que esperaba alguna
caridad, al asomar tímidamente el brazo desde la boca de un oscuro callejón.
Los extraños y enormes pies, con esas cortas pero afiladas uñas del mismo azul
oscuro y brillante que las de las manos, horrorizaban a las gentes, que
enseguida levantaban las miradas hacia lo alto, hasta el final de su larga y
siniestra efigie, rematada por su viejo sombrero, antes de alejarse con caras
de espanto.
Consiguió al fin sacarse todos
los mellados proyectiles, que fue depositando sobre un par de trozos de papel
higiénico, junto a los dos primeros que su cuerpo había expulsado horas antes.
Aún oía al detective, dándole
indicaciones a su amigo, aunque pareciera más un subordinado, por los gritos
que le estaba dando. Jones se miró al espejo de nuevo, enfrentándose a la
sensación de siempre de no sentirse como se veía, como ese monstruo que era
para los demás. No sabía qué clase de poder o perturbación mental
extraordinaria permitían al detective sobreponerse al horror que su aspecto
llevaba a las mentes de todos (exceptuando a aquellos pocos, las gentes del
circo, que tras años de costumbre y convivencia le toleraban hasta cierto punto),
pero tampoco necesitaba saberlo. Jones estaba lleno de esperanza. De ilusión,
en realidad. ¿Podría el detective, un personaje tan audaz como para enfrentarse
a policías corruptos, tan interesante en definitiva, hacerse su amigo? ¿Y tan
rápido? Apenas habían intercambiado unas pocas frases, pero ya sabía que haría
cualquier cosa por él, al igual que habría hecho lo que fuera por sus únicos
dos amigos del circo. Y Jones no era alguien que tendiera a hacerse ilusiones,
pero tampoco abundaban quienes le trataran con tanta humanidad. Miró de nuevo
las balas ensangrentadas, sobre el par de trozos de papel. Sin pensarlo ni
pretenderlo, podría haber dejado su vida con esas balas, por ayudarle. Quizá el
detective no sabía cómo devolverle el favor, quizá algo parecido al honor del
que hablaba a veces la gente le obligaba, contra su voluntad. Jones sentía
miedo, se debatía entre lo que él comenzaba a sentir por el detective y lo que quizá el detective sentía por él, y
lo que podía pasar después de creer pagada su deuda, si es que aquél pensaba
que debía pagarla.
— ¡Amigo! —Se asomó Elangel
Pulois, desde la puerta que daba al dormitorio, para que Jones le viera, pero
encontró que la puerta al baño estaba cerrada, y frunció el ceño, preocupado.
Alzó la voz—. ¡Eh, amigo, ¿estás bien?!
—S... sí —tartamudeó Jones, sabiendo
que su voz llegaría clara al detective sin necesidad de gritar—. Ahora salgo.
Volvió a enrollarse alrededor del
cuerpo el manto viejo y sucio, y salió, siempre manipulando con cuidado el
diminuto pomo de la puerta para no arrancarlo de su lugar. Para Jones, la vida
siempre había sido un minucioso trabajo de precisión al manipular cada sencilla
cosa de la vida ordinaria.
—Mira, ven —le animó el
detective, volviendo a la sala de estar.
Se encaminó hacia la mesa de
trabajo, donde ya había un vaso de whisky casi hasta arriba, cerca de un
periódico atrasado y algunos otros papeles desplegados como una baraja
desordenada. El detective ya olía como si a los dos primeros vasos de whisky
que se había tomado antes en su presencia les hubiera seguido otro, antes de
llenarse el que resplandecía ahora con los rayos del sol atravesándolo. Su
ánimo, exaltado y concentrado al tiempo, sugería que estaba provisto de la
cantidad adecuada de alcohol que el hombre necesitaba para sentirse
perfectamente.
—Escucha, no quiero meterte en
líos, pero digamos que ambos ya estamos en líos, queramos o no, ¿vale? —Empezó
a explicar, muy rápido, mientras ocupaba su sitio tras la mesa, y ofreciéndole
a Jones con un gesto que se sentara en la sencilla silla de enfrente—. Lo de
ayer está un poco borroso, pero está claro que nos quisieron matar, y que me
salvaste la vida arriesgando la tuya... Bueno, ¡tú recibiste todos los
disparos! No sé cómo eres invulnerable a ellos, pero en fin, eso no importa ahora.
—No sabía que no podía morir, la
verdad. Y aun así, duele —quiso explicar Jones, queriendo demostrar que su
sacrificio valía lo que parecía.
—Da igual... No, no da igual, es
decir, te lo agradezco mucho, muchísimo, amigo, de veras que sí, pero ahora eso
no me interesa —el detective meneaba las manos ante él, como si materialmente
quisiera coger el tema y aparcarlo a un lado—. Lo que interesa es... joder, que
te necesito.
El detective Elangel Pulois dijo
aquellas últimas cuatro palabras inclinándose hacia delante en la mesa, y
susurrándolas casi, como si debiera ser un secreto entre ellos o resultara una
súplica humillante para él. Continuó hablando, mientras el potente y gigantesco
corazón de Jones aceleraba su ritmo, ansioso y emocionado.
—Mira, está claro que no eres
normal, y yo tampoco, lo confieso. Podemos hacer dos cosas, pese a todo.
Separarnos ahora, yo seguir a lo mío y tú volver a la calle, o a de dónde sea
que salieras, y correr ambos el riesgo de que nos den caza como a liebres esos
perros corruptos... o trabajar juntos, para resolver esto de una puta vez. Sé
que quizá tú, con tus capacidades físicas y tu desenvoltura en el cuerpo a
cuerpo, no corras tanto peligro como yo... Pero algo me dice que tras esa cara
de demonio caníbal hay una mente que sabe discernir cuándo alguien es un hijo
de puta, y lo que es más importante... que los desprecia como yo.
Jones esperó que siguiera con su
exposición, pero el detective se le había quedado mirando fijamente, primero a
los ojos, y luego como vigilando todos los espacios de su cara.
—Lo siento, amigo, con lo de
demonio caníbal no quería ofender, ¿sabes?
— ¿Eh? ¡No, no pasa nada! —Se
apresuró a aclarar Jones, levantando una mano y agitándola con naturalidad—. Me
gusta que hables claro, no te preocupes.
—Está bien, está bien, es que no
sabía si estarías pensando algo raro, tienes una cara difícil de descifrar,
amigo...
—Estoy muy interesado en lo que
estabas diciendo, sigue por favor...
Ante el gesto del monstruo, que
mostró sus grandes palmas hacia él como pasándole el cetro invisible de la
palabra, Nasser asintió un par de veces, meneando sin razón los papeles ante
él, y continuó.
—Pues si te gusta que hable
claro, hablaré más claro aún: quiero contratarte, que seas mi ayudante por un
tiempo —aquellas palabras colmaron de felicidad a Jones, pero el detective no
tenía modo alguno de saberlo—. No te mentiré, necesito tu protección, tu fuerza
y velocidad. Tengo un plan para solucionar lo de esta chica, mira.
El detective le tiró por encima
de la mesa el periódico, que resultaba ser de hacía casi tres semanas. Estaba
doblado a la mitad por una página en la que salía un pedazo de foto ampliado,
una sonriente y joven oficial de policía, con su gorra y todo, cuyos rasgos
estaban algo difuminados por la ampliación editorial. Era la imagen de la
noticia: mujer policía hospitalizada tras violenta agresión sexual. El artículo
era extenso y de estilo sensacionalista, parecía inventarse detalles que nadie
podía saber acerca de cómo habría transcurrido la violación y sobre los
posibles móviles de los probables responsables. Mentiras, en definitiva. Jones
sabía leer, y enseguida se había dado cuenta de esos detalles sin dejar de
escuchar al detective, mientras tanto.
—Esa es Sally, compañera de los
polis que matamos ayer... Bueno, que trabaja en el mismo distrito. No quiere
hablar, ni con otros polis, ni con la prensa, ni siquiera conmigo. Todo el
mundo se hace el tonto, pero yo estoy hasta los cojones, ¿sabes? No soy poli...
pero no me jugué el tipo y la cordura en la guerra para ahora vivir en un país
que poco a poco se está convirtiendo en mierda. Esta pobre chica sólo tiene 24
años, lleva tres de poli. ¿Su problema? Que se lo toma demasiado en serio.
¿Crees que se puede uno tomar demasiado en serio el trabajo de poli? Pues
parece ser que sí. No aceptaba sobornos, se quejaba a los superiores, tomaba
parte en persona de los trámites que pensaba que otros llevarían a cabo con
negligencia... Vamos, ella solita estaba sacando adelante la mitad del trabajo
de su comisaría. Y mira, cómo se lo pagan.
Jones terminó de leer el
artículo, y miró al detective, que seguía su airado discurso.
—Si has leído lo que pone ahí...
¡Todo mentiras! —Repuso, señalando con el índice de su mano izquierda el papel
sobre las manos de Jones—. Todo eso lo dictó el sargento Beaty, un hijo de puta
de los peores. El redactor de la noticia me lo confesó, después de casi
arrancarle las pelotas, con ropa y todo. ¿Te puedes creer que el muy cerdo se
me meó en la mano? En fin, el tal Beaty no creo que tomara parte en el ataque a
Sally, pero te garantizo que sí dio la orden de... bueno, “darle un toque de
atención”, lo llamarían ellos. Putos cerdos.
— ¿Sally sigue en el hospital?
—Quiso saber Jones, ansioso de entrar en acción, de poder servir de ayuda a la
pobre chica, y sobre todo de demostrarle al detective su buena disposición.
—Exacto, sigue en el hospital. No
tiene familiares, ni amigos, deberían haberle dado ya el alta con supervisión,
pero al estar sola... Creo que su intención es dejar la policía tan pronto como
pueda moverse con algo de soltura —Nasser se pasó ambas manos sobre la cabeza
un par de veces, dejando de mirar a Jones y girando la silla para echar un
vistazo al soleado panorama de la calles—. Está destrozada, amigo. Tenía
dislocado un tobillo, le saltaron la mitad de los dientes de varios puñetazos,
tres costillas y un brazo rotos, contusiones por todo el cuerpo, un ojo medio
reventado... Pero está peor de aquí, ha perdido la chaveta —aclaró con un leve
gesto de su mano hacia las sienes—. Si todo eso no se lo hubieran hecho sus
propios compañeros, creo que saldría delante. Deben haber sido tres años de
mierda en el cuerpo, y como remate van y le hacen esto...
Jones no era una persona (porque
se consideraba persona) propensa al odio. Sólo había explotado dos veces de pura
indignación en su vida, aunque sí era cierto que con terribles resultados...
mortales, mejor dicho. Los abusos en carne propia nunca le habían parecido tan
terribles como ser testigo de ello en otros, y la historia de la pobre Sally le
estaba dando ganas de vomitar, aún con el estómago vacío. Se puso en pie de
golpe, haciendo que su presencia y voz espantaran sin quererlo al pobre
detective, que se volvió rápidamente casi haciendo volcar su silla giratoria.
— ¡Maldita sea, sólo señálame a
esos miserables y yo...! —Empezó a rugir, mientras el detective hablaba por
encima de él.
— ¡Uoooh, uoooh, uoooooh!
¡Tranquilo, amigo, tranquilo! —Jones esperó a que siguiera hablándole, mientras
se agitaba nervioso, bastante molesto por la repugnante situación de la chica—.
Te dije que tengo un plan, amigo. Aparte de los tipos de ayer, no sé quiénes
más podrían haberle hecho esto a Sally, y ella no me lo quiere decir.
— ¿Entonces no hay manera de
saber a quiénes hemos de matar? —Jones se sintió un poco incómodo al oírse
hablando así. De repente, sentía que asesinar personas era algo totalmente
legítimo en ciertas circunstancias, y esa revelación le confundía y le
enfrentaba a una moralidad que él creía inamovible... pero también le
entusiasmaba. Se miró un momento una de sus manos, tan rápido que el detective
ni reparó en ello. Pero vio sus garras, su instrumento de justicia, su arma, y
rechazó de inmediato su deseo de usarla cuanto antes. Volvió a sentarse
mientras resoplaba y gimió con voz grave: — ¿Estás seguro de que ella no
hablará?
—De verdad creo que no, amigo, no
pide ni la hora. Pero escucha. Lo que pienso hacer, ahora que te tengo a ti,
tan dispuesto, es traérmela a mi casa. La excusa será que yo voy a cuidar de
ella. Los polis corruptos saben que ando investigando por mi cuenta toda su
mierda, y estoy seguro de que temerán que Sally me cuente algo, así, en la
intimidad. Vendrán a matarnos, amigo. Eso es lo que pasará entonces. Y luego de
ese entonces, lo que pasará es que ellos morirán. Los mataremos, tú y yo. Y el
sargento Beaty y su panda de gilipollas no sólo verán mermadas sus fuerzas, si
no que se cagarán de miedo. No sé qué es lo que piensas de matar polis...
Jones, por toda respuesta, alzó
sus grandes manos y encogió los hombros, mientras negaba con la cabeza.
—Bien —Elangel Pulois imitó el
gesto del monstruo imposible que tenía enfrente, y siguió hablando—, pues sólo
queda la parte más difícil del plan: convencer a Sally de que se venga con
nosotros. Amigo, en la placa de fuera pone Elangel Pulois, pero me llamo Thomas
Nasser.
El detective extendió la mano
tras ponerse en pie, invitándole a que se la estrechara. Jones nunca había
recibido ese ofrecimiento, tan propio de personas que se respetan mutuamente.
Se puso en pie y envolvió con sumo cuidado la pequeña mano entre sus flacos y
largos dedos, procurando no tocarle con los filos de las uñas.
—Mi nombre es Jones.
—Pues ya somos socios, Jones.
Y en ese mismo instante estuvo
seguro de que ya quería a ese hombre.
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