martes, 13 de octubre de 2015

EL RESCATE DE SALLY Y LOS AVATARES DEL HOMBRE MÁQUINA IV



— ¡Nasser! ¡Aléjate de ella!
El monstruoso Jones apareció entre ambos como una exhalación, y empujó con cuidado al detective hacia atrás, como protegiéndole con toda su envergadura.
— ¡¿Qué?! ¿Qué dices, qué cojones pasa? ¡Sally, que soy yo, Elangel!
— No es ella, Nasser —rugió con convicción Jones, mirando a la mujer fijamente.
Sally por su parte seguía sonriendo, pero mirando ahora al monstruo, sin atisbos de sorpresa ni miedo, más bien todo lo contrario, como si lo tuviera ya demasiado visto.
— ¡Aquí estás! —Dijo Sally, arrastrando la voz, como si las anteriores semanas de silencio absoluto y voluntario la hubieran hecho olvidarse de usar las cuerdas vocales—. ¿Pensabas que ibas a librarte de mí?
—Estás muerto... estabas muerto —contestó Jones, sonando confuso pese a la profundidad y cualidad animal de su extraña voz.
— ¿Qué? ¿De qué cojones habláis, qué pasa...? —Quiso saber Elangel Pulois.
— ¿Muerto? —Continuó Sally, con los dientes tan apretados que rechinaban, casi como si intentara imitar la inexpresiva y horrible cara de inerte sonrisa de Jones—. Eso mismo pensé yo, que me moría... ¡Pero no, hijo mío, no! ¡¡ESTOY MEJOR QUE NUNCA!!
Al gritar Sally esa última frase, escupiéndose la barbilla, un estruendo recorrió algún lugar de la planta en que se encontraban.
— ¡Tú vas a morir! ¡El detective va a morir! —Gritaba Sally, mientras Elangel intentaba acercarse a ella, pero retenido por la gran mano de Jones sobre su pecho.
— ¡Jones! ¡¿Qué pasa?!
—Tenemos que irnos, rápido —rugió Jones, volviéndose a mirar al detective a los ojos—. ¡Corre, volvamos al ascensor!
— ¡No, sin ella, no! —Protestó Nasser, aún sin comprender nada, sólo urgido por el bienestar de la joven.
— ¡Ya no es ella! —le apremió Jones, empujando sin esfuerzo pero con sumo cuidado al detective. No quería herirle con sus afiladas uñas o quebrar sus débiles huesos al tirar de él.
— ¡¿De qué coño hablas?! ¡No la podemos abandonar!
— ¡Claro, detective! ¡Ven aquí y fóllatela! ¡Vamos, fóllate a Sally, fóllatela, fóllatela...! —Gritaba por encima de ellos la desquiciada Sally.
La chica gritaba tan fuerte sus vulgaridades con esa impropia voz, que Nasser apenas podía entender ya las palabras del monstruo. Jones sentía que el detective no se movería por voluntad propia si no era llevándose con ellos a la chica, y el temor de verle morir sin poder hacer nada sumado a la ira que estaban generando en él los burlones gritos de Sally, le hizo volverse y avanzar hacia ella.
— ¡ES UNA TRAMPA, ES UNA TRAMPA, ES UNA TRAM...! —Estaba gritando con histriónica felicidad, mientras daba como saltitos arrodillada sobre la cama, hasta que Jones le soltó un fuerte puñetazo en la sien.
Sally cayó de costado, inconsciente en el acto, y se habría derrumbado de cabeza contra el suelo si no la hubiera cogido al vuelo el monstruo.
— ¡¿Qué coño haces?! —le gritó el detective, seguro de que semejante golpe debía haberla matado.
— ¡Yo la llevo! ¡Corre hacia el ascensor, maldita sea! ¡CORRE!
Jones levantó sobre sus brazos a la chica sin esfuerzo ninguno, y adelantó al turbado detective en su camino de vuelta hacia el ascensor. El estruendo que habían escuchado antes se había transmutado en el rumor de lo que parecía una multitud. No había gritos, ni voces. Nada. Sólo el retumbar de innumerables pasos apresurados, disonantes, como si un grupo grande de personas avanzaran en silencio. Y se aproximaban desde algún otro lugar del hospital.
— ¡¿Qué mierda es eso, Jones?! ¡¿Por qué huimos?! ¡¿Qué pasa?! —Aulló lastimeramente Nasser, mirando en todas direcciones mientras seguía al monstruo por el pasillo.
—No te lo vas a creer, pero alguien nos ha tendido una trampa —le respondió Jones, pulsando una vez el botón del ascensor, que por algún motivo había subido tres plantas más desde que ellos lo abandonaran.
— ¿Quién, Jones? ¿Qué es lo no que me has contado? ¡¿Qué pasa, quién es esa gente?! —Insistió el detective, levantando un brazo para referirse a la multitud que se acercaba.
—No lo sé, supongo que médicos y enfermeras... pacientes. La gente que estaba aquí.
— ¡¿Qué?! Oye, mírame —Nasser tiró de una de las mangas de la gabardina del monstruo para hacerle volverse hacia él—. Debes estar loco.
— ¿Sí? Míralos tú —respondió el monstruo, sacudiendo levemente su afilada barbilla hacia más allá de las espaldas del detective.
Al mirar, Nasser sintió desaparecer la incertidumbre y curiosidad de su mente, reemplazadas con la fuerza de un puñetazo sobre una mesa por un terror irracional. Pues lo que veía era exactamente la combinación de personas que Jones había mencionado... Individuos que no debían tener nada en común salvo el hecho de estar dentro del hospital: heridos y enfermos que ignoraban sus males, y médicos y enfermeros que habían abandonado su profesional cuidado. Todos sostenían la sonrisa exagerada y forzada de la enloquecida Sally, con las cejas enarcadas y un rictus deformado en torno a los ojos. Salían desde la esquina derecha del extremo contrario del pasillo frente al ascensor, sin correr pero avanzando a buen paso, y sin cuidado ninguno de no chocar entre ellos o contra las camillas y sillas de ruedas abandonadas junto a las paredes quizá no mucho antes. Podría incluso resultar graciosa la torpeza generalizada del grupo, si no fuera por su absoluto silencio y el avance constante, con los ojos dirigidos hacia él, y con la sensación de que todas las miradas eran la misma. De que todos ellos eran la misma persona.
— ¿Jones? —dijo con la voz quebrada, sin entender nada pero sabiéndose en peligro.
Jones le dio una leve palmada con el dorso de su mano derecha, con cuidado de no golpearle con la cabeza de la pobre Sally, que colgaba más allá de su antebrazo. El ascensor había llegado y podrían bajar hasta el aparcamiento. Pero en el momento en que se abrieron las puertas corredizas, justo cuando el detective se volvía, otro grupo de personas enloquecidas salió alargando sus brazos hacia ellos. Elangel, a duras penas esquivó varias decenas de dedos tensos, mientras que Jones retrocedió hacia el pasillo lateral con rapidez, sin darles la espalda a las personas que salían.
— ¡Mierda... ¡ ¡Joder! ¡¿Qué les pasa?! —Gritó Nasser sin necesidad, pues salvo el sonido de sus pasos, nadie entre esa gente hacía el menor ruido.
Se veía obligado a retroceder hacia el pasillo contrario por el que se iba Jones con Sally en brazos, seguido de cerca por las personas poseídas, que es lo que realmente parecían... Tanto como la misma Sally poco antes.
— ¡No dejes que te alcancen, te matará! ¡O se apropiará de ti! —le dijo Jones, sin dejar de retroceder—. ¡Nos reuniremos abajo, donde el coche!
— ¿Pero cómo? —protestó el detective, alzando más la voz al ver crecer la distancia entre ellos—. ¡Las putas escaleras están por aquí, Jones! ¡No podréis llegar!
— ¡Vete! ¡Confía en mí, Nasser!
La multitud igualmente silenciosa del pasillo principal se había unido ya a las siete personas que se habían apretujado en aquel ascensor, y se separaban tras Jones y Nasser como el lento caudal de dos ríos de gelatina. Nasser creía estar viendo una especie de zombis, como los muertos vivientes de las pelis que a veces daban por la tele en la madrugada, pero estas personas no estaban muertas, sólo parecían desquiciadas, y al mismo tiempo dirigidas por una voluntad común. No sabía qué pasaba, pero entendía perfectamente que algo o alguien estaba controlándolos... Y recordó.
Se dio media vuelta dejando de mirar todos esos rostros forzados y se lanzó hacia la puerta que daba a las escaleras de servicio. Bajó a toda prisa saltando los escalones de cinco en cinco, casi a punto de torcerse los tobillos un par de veces. Había otra línea de escaleras al otro lado de la planta, en el extremo opuesto al de los ascensores, pero dudaba que Jones pudiera atravesar la muchedumbre poseída con seguridad... a no ser que los despedazara a todos, algo de lo que quizá era capaz. Tenía una idea que podría funcionar, pero se dio cuenta de que no le había dicho a Jones que volvería, que aguantara como pudiera sin matar a ninguna de esas personas, quienes seguramente no eran conscientes de lo que estaban haciendo. “En fin”, decidió la parte pragmática de su mente, “yo me voy a dar prisa a ver si esto resulta, y que pase lo que tenga que pasar, mientras”. Reconocía que, de ser él mismo el asediado por los involuntarios zombis, no dudaría en matar a los que hicieran falta para salir vivo, y que no sería justo pedirle más cuidado al monstruoso ser.
Por su parte, Jones seguía retrocediendo por el pasillo lateral, con Sally inconsciente en sus brazos. Las personas avanzaban hacia él sonrientes y silenciosas, algunas de ellas sacudiendo el aire ante ellas en inofensivos zarpazos aún muy lejanos. Jones no sentía miedo en absoluto. No significaban nada para su templanza natural los truncados rostros y los amenazadores pero torpes gestos que hacían sus cuerpos, sólo pensaba en la necesidad de no aplastar los débiles cuerpos de esos inocentes con su fuerza, y en evitarle algún daño a la pequeña joven con la que cargaba.
La marea de personas era tan densa y numerosa, que sin duda el que los controlaba había puesto de acuerdo las mentes de todas las personas que ocupaban el hospital. Jones estaba pensando. Intentaba conciliar la idea de que aquel al que creía muerto en realidad siguiera vivo, y que de repente sus poderes hubieran crecido hasta aquel extremo... ¿A cuántas personas al mismo tiempo podría controlar? ¿Y cómo había accedido a ellas?
— ¡Jones! —Gritaron los más adelantados de la muchedumbre, y su nombre fue repetido por los que les seguían, y luego por los de más atrás, como una suerte de eco fingido por un coro de cientos de personas aglutinadas en los pasillos—. ¡Te mataré! ¡Vas a morir, Jones! ¡Vas a morir!
Jones reconocía lo inquietante de una amenaza hecha por alguien que virtualmente era indestructible, haciéndole reflexionar sobre la clase de vida que le esperaría si esa persecución se hacía eterna. Se sintió furioso. Su vida había sido poco más que una mierda, como diría cualquier persona, y los cerca de seis meses lejos del circo, malviviendo en las calles de aquella ciudad, no habían sido mejores... Llevaba apenas medio día paladeando las mieles de una vida parecida a la normalidad, y... ¡volvía a aparecer “él”, tan empeñado como siempre en ser la estrella del espectáculo! ¡En ser el protagonista de las vidas de todos los demás!
—Tú no puedes matarme —presumió Jones, más por despecho que otra cosa, dirigido por la ira—. Soy demasiado fuerte... ¡Nunca fuiste capaz de hacerme ningún daño real! ¡Y no vas a hacerlo ahora, por muchas marionetas que manejes!
— ¡Ah, puede ser, puede ser...! —Respondieron en ecos todas esas personas, haciendo crujir cada una de sus gargantas, aún persiguiéndole en lenta procesión—. Pero ella... ¡y él! Todos cuantos se acerquen a ti morirán, no pararé hasta destruirte, ¡y destruiré todo aquello de cuanto te rodees, sean muros, personas o meras ideas, Jones!
— ¡No puedes hacer eso! —Aulló Jones con un rugido algo infantil, sin saber qué otra cosa decir.
—Puedo hacer lo que quiera, Jones... Me perteneces, desde hace doce años, desde que te encontré siendo sólo un bebé... ¡Eres mío, Jones! Yo te enseñé lo que era la vida... ¡Y ahora te mostraré cómo es la muerte!
Jones había llegado al final de ese lado de la planta, y al mirar al pasillo que seguía tras girar la esquina, vio que otra parte de la multitud venía a rodearles a él y a su pequeña acompañante. Sacudió la cabeza y miró a la chica inconsciente entre sus brazos. Si él podía sobrevivir a varios disparos, seguramente sería capaz de abrirse camino entre esas personas y salir indemne por mucho que lo golpearan o incluso mordieran bajo el influjo de la mente perturbada que los controlaba... Pero la chica podía morir entre sus brazos, por mucho empeño que fuera a poner en escudarla del ataque. Se arrepintió al instante de haberla dejado inconsciente, reconociendo que habría estado mucho más segura formando parte de la anónima multitud.
Se volvió y pasó al interior de aquella habitación, que por tamaño y aspecto parecía más bien un cuarto para utilería. ¡Perfecto, se había equivocado! Estaba seguro de ser capaz de salir del hospital por una ventana, y descender aun llevando a Sally colgando de un brazo... ¡pero aquel cuartucho no tenía ventanas! Y no podía alcanzar ningún otro lugar como no fuera atravesando la multitud... Ya los oía, golpeaban y manoseaban la puerta. Su fuerza le permitía tenerlos contenidos sin ningún problema, pero no se iba a quedar ahí para siempre. El detective le estaría esperando... Quizá al ver que no salía buscara ayuda. No. ¿A quién llamaría? ¿A la policía, quienes quizá les estaban buscando a ellos mismos para... matarlos? No, el detective no podría hacer nada. No parecía tampoco un hombre al que le sobraran los amigos, y solo no podría volver y sacarles de allí. Él mismo le había dicho “confía en mí”, de modo que era su puto problema.
Jones miró hacia atrás, sin dejar de empujar la puerta con su brazo izquierdo, mientras sobre el derecho procuraba sostener a la chica con una cierta confortabilidad, como si de una recién nacida se tratara. Pensó. ¿Sería capaz de derribar a puñetazos la pared del hospital? Desde fuera, la fachada de ladrillos se veía sólida e impermutable, capaz de resistir pequeñas detonaciones, incluso. Jones sabía algo de maltrato de materiales, había visto toda clase de numeritos y disturbios en su viejo circo... Pero... También era cierto que él se sentía fuerte. Su cuerpo se veía lastimero, demasiado flaco, prácticamente en los huesos. Pero su poderío físico se había incrementado de una manera que ni él mismo entendía en los últimos tres años de su vida. Incluso con el hambre torturándole durante su casi medio año de vagabundeo, notaba la ilimitada capacidad de su fuerza, la cual tenía que afanarse en contener. Antes no podía correr porque no tenía a dónde, y no podía destrozar cosas por no llamar la atención... Pero, ¿ahora? Tenía un motivo legítimo y apremiante para dar rienda suelta a toda su vitalidad y furia.
Apoyó un pié contra el centro de la puerta y, a la pata coja, usando su larga estatura, fue capaz de alcanzar con la mano ya libre la parte alta de un armario metálico de dos taquillas. Tiró de él, atrayéndolo hacia sí y tumbándolo a un tiempo, separándolo de la pared del fondo. De un golpe seco hundió sus garras y luego los dedos en la espalda del armario, y tiró de él hasta tenerlo lo bastante cerca para alzarlo y ponerlo contra la puerta. Como si no pesara nada, lo dispuso en posición diagonal, con la parte baja bloqueada entre las patas metálicas de una mesa atornillada al suelo, y la superior hundida contra el yeso de la pared de un buen golpe. No parecía que pudieran atravesar esa barricada, y, satisfecho, respiró hondo un par de veces mientras apretaba con fuerza su puño izquierdo. Notaba las afiladas garras acoplarse cómodamente contra su palma, de manera que era imposible herirse él mismo con ellas. Se miró los afilados y nudosos nudillos, algo orgulloso. Y golpeó la pared, usando todo el movimiento del cuerpo, de los tobillos, pasando a las caderas y terminando en el hombro.
La gruesa capa de yeso se hundió junto al papel plástico azul que lo recubría con la facilidad de quien pisa barro húmedo. El gran puño de Jones atravesó madera, un material aislante amarillo, más madera y terminó dando con la masa de ladrillo del exterior. Toda la habitación vibró al son del terrible golpe. Retiró el brazo del agujero, resopló hacia un lado todo el polvo y material que traía con él, y poniéndose de lado para proteger a Sally de los residuos, soltó enseguida otro puñetazo, más fuerte esta vez. Los ladrillos de allí delante se desprendieron y cayeron con pereza al exterior. Bien. Le llevaría un par de minutos hacer un hueco por el que salir, pero aquello era pan comido.
Jones aceleró su trabajo de demolición, golpeando cada vez más rápido y fuerte, sintiendo el cosquilleo estimulante de sus nudillos al quebrantar y separar los ladrillos, desatando su rabia y su odio; liberando la frustración que se había apoderado de él al ver todas aquellas miradas, la de Sally y los demás, al oír aquel coro de voces monocordes, dirigiéndosele otra vez con su insoportable suficiencia; al reencontrarse con su indeseado inquisidor, aquella añeja y persistente némesis que sabía que no se merecía: el director y mentalista del circo.

EL RESCATE DE SALLY Y LOS AVATARES DEL HOMBRE MÁQUINA III



Cerca de las nueve de la noche de ese día, el amigo del detective Elangel Pulois llegó al piso cargado de bolsas. En una mano, llevaba varios bultos con las prendas para Jones; en la otra, comida para llevar de dos sitios: un restaurante chino para lo suyo y una hamburguesería para lo del detective y su nuevo y gigantesco compañero. Por las medidas de calzado y ropa que le había dado por teléfono, había supuesto que el hombre sería de buen comer, de modo que se había pedido siete menús de hamburguesa, con sus patatas y refrescos incluidos... Debería dar de sobra para los dos.
El detective le había saludado con un seco “pensé que hasta mañana no llegarías”, antes de ayudarle a desembarazarse de sus bolsas. Le presentó a su invitado.
—Jones, mira, éste es amigo mío, Thomas Hardman —había dicho, palmeándole el abultado abdomen—. Es médico, el tío.
—Os llamáis igual... —había expuesto Jones, tendiendo su antinatural mano hacia el recién llegado.
—Mis conocidos suelen decirme Hardy —había acertado a tartamudear el hombre, tendiéndole la mano a Jones y abriendo mucho sus diminutos ojos azules.
—Encantado pues, Hardy —contestó con un profundo y lento gruñido, agitando suavemente el bracito corto y grueso del hombre—. Si te estás preguntando qué soy... Siento tener que reconocerte que ni yo mismo sabría responderlo.
Hardy enarcó las cejas un momento, sorprendido, antes de agitarse por completo, como avergonzado.
— ¡Uy, no, no! ¡Es decir... o sea, perdona!
—No necesitas disculparte.
—Jones, toma —les interrumpió el detective, tendiendo hacia Jones las bolsas con su nueva ropa—. Pasa a mi cuarto. Hay agua caliente, puedes ducharte pero coge antes una toalla de la puerta izquierda de mi armario, y cuidado con la cabeza, no te des con la barra de la cortina o la pera de la ducha. Cuando te vistas, comeremos algo, e iremos al Hospital de Sister Raven.
—Está bien.
El monstruoso Jones asió las delgadas asas de cuerda de las bolsas de papel de distintas tiendas de ropa, y se retiró obediente, ante la contemplativa y estupefacta mirada de Hardy. En cuanto el ser cerró la puerta tras él, agarró de un brazo a su bastante más joven amigo, y le zarandeó.
— ¿Cómo que al Sister Raven? ¿Estás loco? ¡¿Aún sigues con lo de la poli esa?! —Le rugió, susurrando, apretando los músculos de la cara y haciendo que se zarandeara levemente su papada—. Joder, ¿y qué leches es eso? ¿Eso es un hombre? ¡No es un hombre! ¡Soy médico! ¡¿Eso qué es?!
—No sé qué es, Hardy, pero me ha salvado la vida. Y ya ves que no es ningún animal. Lo acabas de oír hablar, ¿no?
— ¡Sí, pero eso no significa que no pueda darle un ataque y te abra en canal! ¡¿No has visto esas manos?! ¡¡¿Esas garras?!! —Seguía susurrando, haciendo ademanes hacia la habitación contigua con una mano mientras con la otra se atusaba sin cuidado los escasos pelos, que volvían a ponerse de punta tras el paso de su palma—. ¡Y la boca! ¡¿Has visto qué boca?!! ¡Joder, la comida que traje, ¿cómo demonios la va a comer?! ¡No tiene labios! ¡¿Cómo puede hablar?! ¡Esa ropa, no le va a servir, es enorme!
— ¡Hardy... cállate ya! La ropa le va a servir, si es de las medidas que te pedí...
— ¡Ah, bueno, pues entonces todo está bien! —Exclamó con sarcasmo.
—Anda, ayúdame a preparar todo para comer, tengo un hambre que me muero.
—Sí, yo también, tanta caminata y compras me tienen agotado...
Y de repente, Hardy se dedicó a ayudar al detective a sacar de las bolsas la comida, como si el tema anterior de la criatura ya no tuviera la menor importancia.


Sin embargo, el tema sí tenía importancia. Porque de hecho, mientras esperaban a que Jones se aseara y vistiera, Hardy ya había empezado a comerse sus fideos y rollitos de primavera del restaurante chino, y Elangel a picotear de las patatas de uno de los menús de hamburguesa, regándolas ocasionalmente con uno que otro sorbito de whisky; y durante el transcurso del pequeño banquete, Hardy había insistido en saber cuándo y cómo se habían conocido.
Se mostró bastante preocupado cuando Nasser narró desde sus vagos recuerdos cómo el poderoso Jones había ejecutado a los policías, en defensa de ambos, claro está. Hardy no tomaba parte en los líos del detective, pero sabía bien qué clase de gentuza había en la policía, y con bastante indignación había seguido en los medios la agresión a la agente Sally. También sabía que su joven amigo había intentado usar a Sally para destapar la corrupción y forzar, con el foco de los periodistas, alguna clase de saneamiento en el cuerpo de policía y en el resto de administraciones, con un poco de suerte. Y que los agentes corruptos, a los que ya no les gustaban las andanzas, generalmente degeneradas en escaramuzas, del detective, le iban a intentar parar los pies las veces que hiciera falta, y de manera definitiva, si tenían ocasión. Y lo ocurrido esa noche, sin duda era el resultado de aquella complicada situación. Hardy pensó mientras escuchaba que las cosas en su ciudad habían llegado ya a un extremo insoportable. Prestó atención al loco plan de usar a Sally de cebo para atraer y matar al resto de los hombres de Beaty, y por un par de segundos se le pasó por la cabeza toda clase de advertencias y consejos que soltarle a su tocayo, cualquier cosa que evitara el enfrentamiento que definitivamente buscaba, pero la indignación y la furia que colmaban a Thomas Nasser se le habían contagiado, y cuando terminó sus explicaciones, sólo fue capaz de decir algo, casi de manera involuntaria, refleja, tan espontáneamente como el parpadeo, mientras apretaba contra su mejilla derecha el bocado de rollito de primavera que estaba masticando.
—Os ayudaré.
—No, Hardy, no me jodas... Será peligroso.
— ¿Y qué soy yo? ¿Una especie de inútil?
—Fuiste médico, en la guerra.
—Sí, y soldado de infantería, en la anterior, esa que tú pasaste llenando tus pañales de mierda...
—Mira, lo último de lo que tengo ganas ahora, tras la borrachera y el intento de asesinarme de ayer, es de discutir con un viejo, gordo y tozudo comedor de tallarines, así que haz lo que te salga de los cojones.
—Muchas gracias por su permiso, majestad —declaró Hardy de buen humor, haciendo una filigrana con los palillos chinos entre sus dedos, como reverenciándole.
Jones salió justo en ese momento de la habitación del detective, y enseguida pudieron percibir el cambio de su presencia, primero en el olor. No sólo no olía a humanidad rancia y basura, si no que lo acompañaba y precedía el olor agradable del jabón líquido barato que Thomas Nasser muy de cuando en cuando se acordaba de comprar. Vestía un larguísimo pantalón marrón de tirantes azules, y encima una amplísima camisa blanca, cuyas mangas le quedaban un poco cortas. Se había calzado las gigantescas botas negras, que habían sido la pieza más complicada de encontrar por el viejo Hardy, y sus potentes pisadas ahora sonaban como el paso de un pequeño regimiento al bajar una colina. Por cortesía o quizá para hacerle más fácil la discreción de sus monstruosos rasgos, Nasser se había asegurado de pedirle que comprara un sombrero de ala ancha, y Hardy había acertado de pleno con la talla y color.
Con el amplio sombrero de azul oscuro sobre la cabeza, el peso de su calzado y el nuevo y civilizado olor, Jones se había convertido en una presencia que fundamentalmente retraía a los dos hombres a los terrores sin forma y primordiales de sus infancias, aquellos monstruos poderosos y enormes que se escondían bajo las camas, en los armarios, en las esquinas oscuras de las habitaciones, en definitiva, en la representación de un horror anclado e indisociable de la confortabilidad de lo cotidiano, lo conocido, y por ello tenía un sabor surrealista, que a su vez lo volvía aún más terrorífico.
—Gracias por la ropa, está muy bien —gruñó Jones, con algo que parecía timidez.
—Las mangas algo cortas, ¿eh Hardy? —Protestó el detective.
—Oye, pues la próxima vez buscas tú. ¿Te has probado la gabardina? —Preguntó muy rápido a Jones.
—Aún no, pero creo que es del tamaño adecuado... No sé cómo agradeceros todo esto...
—Insisto, amigo, somos socios ahora. Si crees que no podrás agradecernos esto, espera a ver lo que pasará, que a lo mejor te arrepientes de que te tratemos tan bien...
Elangel dijo eso con cierto humor, pero realmente sentía que, pese a la extraña naturaleza e invulnerabilidad del ser, quizá le estaba pidiendo demasiado... Aunque cierto es que tampoco le obligaba nadie a seguir adelante.
—No importa, en serio quiero ayudar —dijo Jones, como para despejar las dudas de sus pensamientos—. De algún modo, siento que estoy hecho para esto... Para imponerme sobre los miserables.
—Bien, muy bien, bien dicho, amigo —le apoyó Elangel Pulois, acercándose y poniendo su mano sobre el altísimo hombro del monstruo, mientras Hardy miraba a ambos con la boca abierta—. Anda, vamos, siéntate y come algo, hay comida de sobra, y algo me dice que debes tener hambre.
—Bueno —aceptó Jones, con el tono de un niño pequeño... de un niño pequeño con voz de tractor.
Como Hardy ya había prácticamente terminado de comer, enseguida se dedicó a recoger sus recipientes de comida y llevarlos a la cocina, al cubo de basura de tapa de pedal que el detective tenía por algún motivo puesto al lado de la nevera.
Elangel le tendió la bolsa de las hamburguesas y patatas a Jones, y le dijo “Come cuanto quieras, a mí con ésta sola me basta”, meneando su propia hamburguesa, aún empaquetada. Jones había abierto ya una de las hamburguesas empapeladas, la olisqueó dándole vueltas entre sus dedos, y finalmente se la empezó a comer a pequeños bocaditos. Era muy extraño ver a un ser con semejantes dientes, y sin labios, comerse tan cuidadosamente el rezumante y tan difícil de manejar alimento. Mientras Nasser había necesitado cinco servilletas para limpiarse y evitar que parte de la carne, lechuga, tomate y salsa cayera al suelo, Jones había sido capaz de terminarse la suya sin siquiera mancharse los largos y amenazantes dedos.
El detective hizo una especie de intentos vanos por reprimir dos potentes eructos, mientras se sujetaba el pecho, como si le doliera. Recuperada la compostura, con parte de la mejilla izquierda sucia de ketchup, miró a Jones con atención.
— ¿Qué pasa? ¿No quieres más? —Le preguntó, al ver que tras la primera hamburguesa había apoyado los codos sobre sus rodillas y se había quedado mirando la tele.
—No, gracias, no tengo más hambre... —respondió Jones sin mirarle, haciendo un leve gesto con una mano.
— ¿Que no? Pero si eres enorme, no puede ser que comas lo mismo que yo. Oye, que no te dé vergüenza, come cuanto quieras, no pasa nada. Debes venir de pasar hambre...
Hardy se había quedado apoyado en el marco de la puerta de la cocina, mirándoles a ambos, y estaba tan extrañado como su amigo. Pero tampoco le parecía bien presionar o avergonzar aún más al “invitado” con todo aquello.
—Si no quiere más déjale, ya comerá más tard...
— ¡Ahg, Hardy, cállate! —Le cortó Nasser.
— ¡Eh, si viene de estar sin comer, puede ser muy malo que se hinche como un cerdo, te lo dice un médico, capullo! —Le gritó en respuesta Hardy, poniéndosele la cara roja como un tomate.
—No discutáis por mí, simplemente no tengo más hambre, no os preocupéis.
Jones habló sin levantar la voz, pero su peculiaridad omnidireccional y de extraña intensidad focalizada en los tímpanos de los hombres, les obligó  a prestarle atención.
—Bueno, pues siendo así, coge tu gabardina, ajústate el sombrero, y aprieta el ojo del culo, que vamos a buscar a Sally.
Jones miró al detective, que se había puesto en pié y dado una palmada al decir aquello. Elangel a su vez se le quedó mirando, temiendo que se hubiera molestado u ofendido, de repente.
—Perdona, no entendí lo del ojo del culo... —se explicó Jones.
— ¡Ah! —Nasser hizo una sonora y algo artificial carcajada—. ¡Nada hombre, es una expresión! Es como decir... hummm, “prepárate para lo peor”.
— ¡Ah! —Jones sacudió la cabeza mientras se ponía en pie, extendiendo lentamente su increíble estatura—. ¡Ah, vale! Enseguida estoy.
— Ehh... ¡Bien! —Y Nasser empezó a balancearse sobre sus pies, de las puntillas a los talones, mientras Jones iba a por su abrigo. Se volvió hacia Hardy y le dedicó un significativo enarcado de cejas.
— ¿Qué leches significa eso? Oye, ¿y yo qué hago, mientras?
— ¿Tú? Vaya, pues lo creía muy claro: ¡recoger todo esto!


Elangel Pulois retiró hacia atrás todo lo que pudo el asiento del acompañante de su coche, pero aun así, Jones a duras penas pudo meterse dentro, y al hacerlo se encontraba en una incómoda postura, totalmente encorvado y con las rodillas casi junto a las orejas. Se había disculpado con el monstruo, diciéndole que el hospital estaba muy lejos para ir andando, y sobre todo para luego hacer caminar a Sally todo ese tiempo, pero enseguida Jones le había interrumpido aclarándole que él no sentía claustrofobia ninguna, y que partieran cuanto antes.
Pese al buen tiempo durante el día, la noche se había cubierto de nuevo de nubes que resplandecían con un tono rosado, al recibir y reflejar la intensa luz de toda la ciudad, y su volumen y espesor vaticinaban nuevas y fuertes lluvias. Pasaron buena parte del trayecto en silencio. Nasser le echaba fugaces miradas a su nuevo compañero, inquieto por su comodidad y también preocupado irracionalmente, sintiéndose inseguro de llevar a aquel extraño y poderoso ser allí encajonado, junto a él, tan cerca. Jones intentaba ignorar la obvia inquietud del detective, simplemente mirando hacia la calle por su lado de la ventanilla, o atendiendo a la circulación de enfrente, procurando concentrarse en su función como copiloto. El detective, pese al alcohol ingerido, conducía con prudencia y precisión, y pese al olor de su respiración, parecía aún mantener la dosis de alcohol en su nivel óptimo. Demasiado óptimo de hecho, pues Jones tenía la impresión de que estaba pensando más de la cuenta.
—Mira, está claro que no quieren que se sepa de las muertes de los cerdos de ayer. No ha salido nada en las noticias en tooodo el día —empezó a hablar el detective, sacándolos a los dos de la tensa situación de silencio—, así que pueden pasar dos cosas. Una, que sus compañeros supieran que venían a buscarme anoche, y por tanto estén esperando a que yo aparezca o haga algo, y poder detenerme o matarme... O, debido al modo en que han muerto, no tengan ni idea de qué pensar y estén intentando averiguar si aquello fue un ajuste de cuentas brutal, ejecutado por los hombres del Amo, los japoneses, los chinos, los rusos, o cualquiera de todos los demás étnicos hijos de puta que se reparten el pastel...
Jones asintió en silencio un par de veces, dándose por enterado.
—Como no han venido a buscarme a casa con alguna estúpida excusa para tantearme al respecto, yo diría que la segunda posibilidad es la que ellos creen más probable. Beaty y los suyos deben estar acojonados, pensando qué clase de agravio pudo haber causado el asesinato de Thanky y Turkin, a quién irá dirigido el mensaje y sobre todo, quién lo estará mandando. Es una auténtica suerte de la puta hostia que los hayas matado haciéndolos trizas.
— ¿En serio? Jamás me habría imaginado que oiría a nadie decirme eso... —contestó Jones, haciendo unos ruidos que parecían una tos ahogada. Nasser se le quedó mirando con los ojos muy abiertos, al oírle. Jones se detuvo y le miró—. Me... me estaba riendo, nada más.
—Ah, pensé que te estabas ahogando... Sigue, sigue riéndote, me alegro de que te haga gracia. A mí también me la hace.
—No, ya está.
—Vale... El caso es que te cuento esto porque es posible que algún cerdo ahora ande rondando el hospital. Al principio Sally tenía siempre un par de polis de uniforme en la puerta, no sé para qué cojones, supongo que para que pareciera que el cuerpo cuida de los suyos... ¡Ridículo! Hace ya semana y media que le quitaron la “escolta”, y ni sin los polis cerca me quiso hablar. Yo creo que seguirá más sola que la una, pero por si acaso... ¡Estemos atentos!
—Por supuesto, cuenta con ello —repuso Jones, revolviéndose en su asiento.
No mucho después llegaban al hospital, cuando unas gruesas gotas de lluvia, bastante esporádicas sin embargo, empezaban a tamborilear a lo largo del vehículo. El detective condujo al interior del aparcamiento subterráneo construido entre los cimientos, y al cual se accedía por una calle lateral junto a uno de los bloques de edificios más próximos. Jones pudo ver fugazmente el aspecto del hospital, un rotundo bloque de sección rectangular que ocupaba el espacio de dos manzanas. Las paredes exteriores eran de ladrillos blancos, en algunas zonas bajas oscurecidos por el polvo de tubos de escape y de otras inmundicias propias de la ciudad. Sabía lo que eran los hospitales, pero nunca había visto uno de cerca. No hubiera podido decir que estuviera impresionado, pese al gran panel de letras rojas luminosas en el centro de su fachada: Hospital Sister Raven. Jones supuso que lo impresionante estaría dentro, donde unas personas se preocupaban de reparar a otras como si fueran mecánicos ajustando los cachivaches de su viejo circo... Tenía ganas de verlo.
—Mira, ven conmigo, pero déjame hablar a mí —empezó a explicar Nasser, mientras aparcaba su viejo modelo de la década anterior en un lugar bastante despejado, alejado de los accesos de escaleras y ascensores—. Cálate bien el sombrero, súbete las solapas de la gabardina. Quiero que te vean bien los hombres de Beaty, si están ahí, pero no necesitan saber que... bueno... ya sabes...
—Que soy como soy.
—Sí. Y tu voz... supongo que para ti suena normal, pero no tienes idea de lo que impresiona, amigo. No quiero enfermeras sobresaltadas o médicos curiosos, o enfermos sufriendo una parada cardiorrespiratoria...
—Te he entendido ya. ¿Vamos?
Elangel, de pronto, tuvo la impresión de que podría haber ofendido al monstruo. Y era comprensible. Si lo pensaba, aunque no supiera de dónde había salido, estaba claro que era un ser acostumbrado a ocultarse o apartarse de la gente, para evitar sustos o ataques. Y no era tonto, ni mucho menos. Se dio cuenta de que su insistencia debía resultarle molesta, y comprendió enseguida su cortante respuesta. Sintió una leve punzadita de culpa y lástima por su nuevo compañero, pero no pensó ni por un segundo en disculparse.
—Vamos.
Y salieron ambos del coche. Nasser vestía una gabardina marrón que le cubría casi por completo, pero no tenía sombrero que ocultara su incipiente calvicie, originada en su coronilla. Su pelo era débil, pero por su poca longitud se las apañaba para peinarse con una especie de mini tupé que ascendía gradualmente hacia su lado derecho, como una ola, mientras el resto se empecinaba en alisarlo todo orientado hacia atrás, pero sin usar ninguna clase de producto fijador, lo que le daba un volumen muy natural y agradable a la vista, pese a la sorprendente devastación que podía encontrar quien le mirara desde detrás y un poco por encima... como en ese momento hacía el mismo Jones.
El detective demoró un poco su caminar al pasar junto al par de ambulancias próximas al gran ascensor para pacientes. Jones le adelantó y luego se detuvo, al ver que se había quedado quieto, mirando la camilla vacía junto a las puertas abiertas de la parte de atrás de uno de los vehículos.
— ¿Ocurre algo? —Quiso saber Jones.
—Pues... no, no lo sé —dijo Elangel, y reanudó camino.
Se dirigió directamente hacia uno de los dos estrechos ascensores para visitantes, seguido a prudente distancia por Jones: no quería abrumar al pequeño hombre con su tamaño. Pero al entrar al ascensor, a Jones no le quedó otro remedio que hacer justamente eso. Elangel se apartó contra el lado del panel de los botones, mientras él pasaba al interior con gran cuidado de no golpearse la cabeza al pasar. Jones tuvo que encorvarse para poder permanecer allí dentro.
—No se ha fabricado el mundo a tu medida, ¿eh, amigo? —Repuso Elangel mientras pulsaba el botón de la sexta planta.
—Estoy acostumbrado a los espacios pequeños.
— ¿Lo dices por el viaje hasta aquí en coche?
—No, no... —Aclaró Jones, meneando ambas manos ante sí—. Vivía en una jaula, y durante casi toda mi vida he tenido que permanecer de rodillas o sentado allí dentro. No es que me gustara... Pero como te dije antes, no padezco claustrofobia.
—Ya, ya —quiso atajar el detective. No tenía ganas de escuchar en ese momento historias tristes—. La verdad, pareces un poco... no sé, como fuera del mundo. Como si no estuvieras muy al tanto de todo, ¿me entiendes?
—Sí, lo sé.
—Pero sin embargo tienes buenos modales, y hablas bien, conoces palabras como “claustrofobia”...
—En el circo tenía amigos que me trataban como una persona... No como un fenómeno de feria, aunque eso fuera. Sé leer y escribir, y no, no he estado muy en contacto con el mundo que conocéis la mayoría, como casi nadie del circo, pero eso no me convierte en un imbécil...
—No, claro que no, no me malinterpretes —quiso disculparse enseguida Elangel, agitando ahora él una mano.
—Está bien... En el circo muchos se quejaban de eso. De las gentes de ciudad que nos tenían a todos por ignorantes bestias. Pero no, a mí no me has dado esa impresión. Eres de las pocas personas que me han tratado como a un igual... —terminó diciendo Jones, hablando cada vez más despacio.
—Bueno... —el detective resopló, mirando al panel sobre las dos hojas deslizantes que cerraban el ascensor. Iba muy lento para él—. En fin, un hombre es un hombre, ¿no? Independientemente de cuántos dientes tenga...
Jones no pudo evitar soltar un gorjeo de risa, pero de nuevo sonó como un gruñido contenido pero amenazante, y Nasser le miró por el rabillo del ojo, tenso como él solo de repente.
—Lo siento... Ha sido gracioso lo que dijiste —quiso tranquilizarle Jones.
Y antes de que Nasser pensara siquiera en responder, el ascensor redujo su ascensión y abrió sus puertas. El silencio tras la disculpa del monstruo se alargó y extendió desde el pequeño habitáculo hacia toda la planta que se abría ante ellos, pues no había nadie, ni a lo largo del pasillo central de enfrente, ni en ninguna de las dos direcciones que seguía el corredor perpendicular en el que ellos se encontraban al salir.
—No me lo imaginaba así —rugió Jones con todo el bajo volumen del que fue capaz—. Por lo que había visto alguna vez en la tele, creía que estos eran sitios llenos de gente... tanto pacientes como médicos.
Nasser miró hacia cada una de las tres direcciones y escuchó con atención. No entendía nada.
—No... Estate atento, esto no debería estar desierto, hasta tú lo sabes, ya ves.
Y se acercó al pequeño mostrador a la derecha, tras el cual unas enfermeras solían gestionar la planta y orientar a los visitantes. Nada. Nadie. No había signos de lucha, o cosas tiradas o desordenadas como si alguien hubiera mandado desalojar el lugar por alguna emergencia, o bajo amenaza. Nada de eso. Todo limpio, ordenado, cada cosa en su lugar, simplemente como si todos hubieran decidido que se acabó por ese día. Retrocedió. En mitad de alguno de los pasillos había alguna camilla, pero pegada a la pared, preparada y dispuesta para traslados inmediatos de pacientes, si fuera necesario. Ni cadáveres, ni sangre, ni nada.
—Salvo que las personas que anden por aquí estén muy quietas o... muertas, diría que no hay nadie en las habitaciones próximas —Nasser le miró directamente, con el ceño fruncido—. Les oiría, te lo garantizo.
—Joder... ¡La habitación de Sally está por aquí, sígueme!
Y dicho eso, Nasser echó a correr por el pasillo central, y Jones le siguió a toda velocidad, repentinamente silencioso. El detective incluso pensó que no le seguía, pero al detenerse ante la puerta de la joven agente, el ser estaba a su lado. No lo reconocería nunca, pero le sobresaltó un poco.
Nasser puso su mano en el redondo pomo para girarlo y entrar. Jones puso su enorme mano de afiladas garras ante la puerta, con la palma vuelta hacia él.
—Espera —susurró, en un grave gruñido—. ¿Quieres que entre yo primero?
—No. Si está ahí, mejor que me vea a mí primero. Tú quédate detrás de mí, cubriéndome.
—Está bien.
El detective abrió la puerta de par en par y pasó al interior, avanzando directamente hacia la segunda cama, la más alejada de la puerta. La chica sí estaba, vestida con su bata de hospital, y con el corto pelo castaño  recogido en una tensa coleta desde la coronilla. Estaba vuelta hacia la ventana, sentada en el borde de su cama, con ambos brazos apoyados en ella. Aún llevaba la escayola en el derecho, cubriéndoselo desde la palma hasta el codo.
— ¡Sally! Sally, ¿sabes qué pasa? ¿Estás bien? —Se apresuró a decir Nasser, bordeando la cama para verla.
Pero se detuvo en seco. Sin duda era Sally, pero al mismo tiempo tuvo la duda, por un par de segundos. Ella, como para sacarle de dudas, volvió su cara hacia él. Despacio, muy despacio. Tanto que incluso podía escuchar cómo crujían los músculos de su cuello, que estaban tensos como alambres. Del mismo modo que toda su cara. Su rostro... Nasser no lo reconocía. Eran sus facciones, pero tan truncadas en una sonrisa histriónica de oreja a oreja, y en un alzamiento de cejas tan fuerte, que la frente y los contornos de los ojos se le apretaban grotescamente. Su ojo izquierdo, el que había tenido tan hinchado las semanas anteriores y que ahora sólo estaba enrojecido, soltó una densa lágrima de sangre.
— ¿Pero qué...? ¡Sally! ¡Sally, ¿qué te pasa?! —exclamó Elangel, confuso y asustado, pero sin atreverse a tocar y zarandear a la traumatizada joven.
Pero no lo necesitó. La joven hizo arrastrarse el aire a través de su tráquea, y sin apenas dejar de apretar los dientes en su horrible sonrisa, le habló directamente.
— ¡SALLY NO ESTÁ AQUÍ AHORA, DETECTIVE DE MIERDA!

EL RESCATE DE SALLY Y LOS AVATARES DEL HOMBRE MÁQUINA II



—Mira... me da igual lo que... Escucha.... Escúchame. ¡ESCÚCHAME, HARDY!
Jones, que se había desplazado hasta el baño del detective para, con su permiso, sanearse las heridas de disparos, sintió un escalofrío al escuchar la tensa conversación que el hombre tenía con la persona al otro lado de la línea del teléfono de su mesa. Había cerrado la puerta del servicio, pero su poderoso oído le permitía oír al detective con claridad, y con dificultad sentir los débiles titubeos de una voz estridente al aparato, de la cual no atinaba a distinguir las palabras.
Nueve de las balas disparadas por los policías corruptos se habían estrellado a lo largo de su espalda. Recoger del suelo las que se habían caído de las heridas, hacía rato, había sido fácil, pero el resto de los proyectiles estaban mejor encajados o más hundidos en su tensa piel, y tuvo que hurgar bien con sus uñas para extirpar algunas. Las dos heridas que habían expulsado por sí solas las balas apenas eran ya unas hendiduras enrojecidas, mientras que las que estaba tratando él mismo supuraban densas gotas de sangre que se movían perezosas siguiendo la gravedad por su espalda. Al quitarse esos tapones de plomo, el picor remitió, y hasta sintió un calor repentino originándose en cada orificio, como si el aire fuera un cálido aliento balsámico. Sin duda su cuerpo era más extraño y extraordinario de lo que nadie, ni él mismo, se podía haber imaginado.
No lo comprendía. Luchaba contra esa idea con emoción, mientras seguía con su cura improvisada. ¿Por qué ese desconocido le estaba tratando así? ¡Le estaba encargando a un amigo suyo que comprara ropa! ¡Para él, el horrible Monstruo De Los Ojos Rojos! Sabía que su ayuda había sido decisiva aquella noche para la supervivencia del detective, pero esa deferencia, mejor dicho, esa veneración con que le estaba recompensando le parecía excesiva. Nadie le había comprado ropa nunca. Bueno, la mujer barbuda, durante el que se suponía era su quinto año de vida, le había regalado una bufanda negra, que incluso traía la etiqueta de la tienda donde se la había comprado. Pero eso era todo. Tanto los mantos como los pantalones que habían ido siendo sus ropajes por distintas temporadas habían pertenecido a otros animales o personas antes. Y los pantalones, como los azules de deporte que en ese momento vestía, le quedaban siempre tan pequeños... siempre le terminaban a la altura de sus gemelos. Y pocas veces había tenido nada que ponerse en los pies, por supuesto. Casi toda su vida la había pasado descalzo. Sólo las últimas semanas de lluvia intensa, recorriendo la ciudad, le habían convencido de que estaría mejor con al menos un par de plásticos atados a los pies.
Y con gran alivio descubrió haber acertado... No sólo por el frío y la humedad, que aunque no le propiciaban las enfermedades y estragos que había visto en otros vagabundos, le eran igualmente molestos, sino para no espantar a las personas de las que esperaba alguna caridad, al asomar tímidamente el brazo desde la boca de un oscuro callejón. Los extraños y enormes pies, con esas cortas pero afiladas uñas del mismo azul oscuro y brillante que las de las manos, horrorizaban a las gentes, que enseguida levantaban las miradas hacia lo alto, hasta el final de su larga y siniestra efigie, rematada por su viejo sombrero, antes de alejarse con caras de espanto.
Consiguió al fin sacarse todos los mellados proyectiles, que fue depositando sobre un par de trozos de papel higiénico, junto a los dos primeros que su cuerpo había expulsado horas antes.
Aún oía al detective, dándole indicaciones a su amigo, aunque pareciera más un subordinado, por los gritos que le estaba dando. Jones se miró al espejo de nuevo, enfrentándose a la sensación de siempre de no sentirse como se veía, como ese monstruo que era para los demás. No sabía qué clase de poder o perturbación mental extraordinaria permitían al detective sobreponerse al horror que su aspecto llevaba a las mentes de todos (exceptuando a aquellos pocos, las gentes del circo, que tras años de costumbre y convivencia le toleraban hasta cierto punto), pero tampoco necesitaba saberlo. Jones estaba lleno de esperanza. De ilusión, en realidad. ¿Podría el detective, un personaje tan audaz como para enfrentarse a policías corruptos, tan interesante en definitiva, hacerse su amigo? ¿Y tan rápido? Apenas habían intercambiado unas pocas frases, pero ya sabía que haría cualquier cosa por él, al igual que habría hecho lo que fuera por sus únicos dos amigos del circo. Y Jones no era alguien que tendiera a hacerse ilusiones, pero tampoco abundaban quienes le trataran con tanta humanidad. Miró de nuevo las balas ensangrentadas, sobre el par de trozos de papel. Sin pensarlo ni pretenderlo, podría haber dejado su vida con esas balas, por ayudarle. Quizá el detective no sabía cómo devolverle el favor, quizá algo parecido al honor del que hablaba a veces la gente le obligaba, contra su voluntad. Jones sentía miedo, se debatía entre lo que él comenzaba a sentir por el detective  y lo que quizá el detective sentía por él, y lo que podía pasar después de creer pagada su deuda, si es que aquél pensaba que debía pagarla.
— ¡Amigo! —Se asomó Elangel Pulois, desde la puerta que daba al dormitorio, para que Jones le viera, pero encontró que la puerta al baño estaba cerrada, y frunció el ceño, preocupado. Alzó la voz—. ¡Eh, amigo, ¿estás bien?!
—S... sí —tartamudeó Jones, sabiendo que su voz llegaría clara al detective sin necesidad de gritar—. Ahora salgo.
Volvió a enrollarse alrededor del cuerpo el manto viejo y sucio, y salió, siempre manipulando con cuidado el diminuto pomo de la puerta para no arrancarlo de su lugar. Para Jones, la vida siempre había sido un minucioso trabajo de precisión al manipular cada sencilla cosa de la vida ordinaria.
—Mira, ven —le animó el detective, volviendo a la sala de estar.
Se encaminó hacia la mesa de trabajo, donde ya había un vaso de whisky casi hasta arriba, cerca de un periódico atrasado y algunos otros papeles desplegados como una baraja desordenada. El detective ya olía como si a los dos primeros vasos de whisky que se había tomado antes en su presencia les hubiera seguido otro, antes de llenarse el que resplandecía ahora con los rayos del sol atravesándolo. Su ánimo, exaltado y concentrado al tiempo, sugería que estaba provisto de la cantidad adecuada de alcohol que el hombre necesitaba para sentirse perfectamente.
—Escucha, no quiero meterte en líos, pero digamos que ambos ya estamos en líos, queramos o no, ¿vale? —Empezó a explicar, muy rápido, mientras ocupaba su sitio tras la mesa, y ofreciéndole a Jones con un gesto que se sentara en la sencilla silla de enfrente—. Lo de ayer está un poco borroso, pero está claro que nos quisieron matar, y que me salvaste la vida arriesgando la tuya... Bueno, ¡tú recibiste todos los disparos! No sé cómo eres invulnerable a ellos, pero en fin, eso no importa ahora.
—No sabía que no podía morir, la verdad. Y aun así, duele —quiso explicar Jones, queriendo demostrar que su sacrificio valía lo que parecía.
—Da igual... No, no da igual, es decir, te lo agradezco mucho, muchísimo, amigo, de veras que sí, pero ahora eso no me interesa —el detective meneaba las manos ante él, como si materialmente quisiera coger el tema y aparcarlo a un lado—. Lo que interesa es... joder, que te necesito.
El detective Elangel Pulois dijo aquellas últimas cuatro palabras inclinándose hacia delante en la mesa, y susurrándolas casi, como si debiera ser un secreto entre ellos o resultara una súplica humillante para él. Continuó hablando, mientras el potente y gigantesco corazón de Jones aceleraba su ritmo, ansioso y emocionado.
—Mira, está claro que no eres normal, y yo tampoco, lo confieso. Podemos hacer dos cosas, pese a todo. Separarnos ahora, yo seguir a lo mío y tú volver a la calle, o a de dónde sea que salieras, y correr ambos el riesgo de que nos den caza como a liebres esos perros corruptos... o trabajar juntos, para resolver esto de una puta vez. Sé que quizá tú, con tus capacidades físicas y tu desenvoltura en el cuerpo a cuerpo, no corras tanto peligro como yo... Pero algo me dice que tras esa cara de demonio caníbal hay una mente que sabe discernir cuándo alguien es un hijo de puta, y lo que es más importante... que los desprecia como yo.
Jones esperó que siguiera con su exposición, pero el detective se le había quedado mirando fijamente, primero a los ojos, y luego como vigilando todos los espacios de su cara.
—Lo siento, amigo, con lo de demonio caníbal no quería ofender, ¿sabes?
— ¿Eh? ¡No, no pasa nada! —Se apresuró a aclarar Jones, levantando una mano y agitándola con naturalidad—. Me gusta que hables claro, no te preocupes.
—Está bien, está bien, es que no sabía si estarías pensando algo raro, tienes una cara difícil de descifrar, amigo...
—Estoy muy interesado en lo que estabas diciendo, sigue por favor...
Ante el gesto del monstruo, que mostró sus grandes palmas hacia él como pasándole el cetro invisible de la palabra, Nasser asintió un par de veces, meneando sin razón los papeles ante él, y continuó.
—Pues si te gusta que hable claro, hablaré más claro aún: quiero contratarte, que seas mi ayudante por un tiempo —aquellas palabras colmaron de felicidad a Jones, pero el detective no tenía modo alguno de saberlo—. No te mentiré, necesito tu protección, tu fuerza y velocidad. Tengo un plan para solucionar lo de esta chica, mira.
El detective le tiró por encima de la mesa el periódico, que resultaba ser de hacía casi tres semanas. Estaba doblado a la mitad por una página en la que salía un pedazo de foto ampliado, una sonriente y joven oficial de policía, con su gorra y todo, cuyos rasgos estaban algo difuminados por la ampliación editorial. Era la imagen de la noticia: mujer policía hospitalizada tras violenta agresión sexual. El artículo era extenso y de estilo sensacionalista, parecía inventarse detalles que nadie podía saber acerca de cómo habría transcurrido la violación y sobre los posibles móviles de los probables responsables. Mentiras, en definitiva. Jones sabía leer, y enseguida se había dado cuenta de esos detalles sin dejar de escuchar al detective, mientras tanto.
—Esa es Sally, compañera de los polis que matamos ayer... Bueno, que trabaja en el mismo distrito. No quiere hablar, ni con otros polis, ni con la prensa, ni siquiera conmigo. Todo el mundo se hace el tonto, pero yo estoy hasta los cojones, ¿sabes? No soy poli... pero no me jugué el tipo y la cordura en la guerra para ahora vivir en un país que poco a poco se está convirtiendo en mierda. Esta pobre chica sólo tiene 24 años, lleva tres de poli. ¿Su problema? Que se lo toma demasiado en serio. ¿Crees que se puede uno tomar demasiado en serio el trabajo de poli? Pues parece ser que sí. No aceptaba sobornos, se quejaba a los superiores, tomaba parte en persona de los trámites que pensaba que otros llevarían a cabo con negligencia... Vamos, ella solita estaba sacando adelante la mitad del trabajo de su comisaría. Y mira, cómo se lo pagan.
Jones terminó de leer el artículo, y miró al detective, que seguía su airado discurso.
—Si has leído lo que pone ahí... ¡Todo mentiras! —Repuso, señalando con el índice de su mano izquierda el papel sobre las manos de Jones—. Todo eso lo dictó el sargento Beaty, un hijo de puta de los peores. El redactor de la noticia me lo confesó, después de casi arrancarle las pelotas, con ropa y todo. ¿Te puedes creer que el muy cerdo se me meó en la mano? En fin, el tal Beaty no creo que tomara parte en el ataque a Sally, pero te garantizo que sí dio la orden de... bueno, “darle un toque de atención”, lo llamarían ellos. Putos cerdos.
— ¿Sally sigue en el hospital? —Quiso saber Jones, ansioso de entrar en acción, de poder servir de ayuda a la pobre chica, y sobre todo de demostrarle al detective su buena disposición.
—Exacto, sigue en el hospital. No tiene familiares, ni amigos, deberían haberle dado ya el alta con supervisión, pero al estar sola... Creo que su intención es dejar la policía tan pronto como pueda moverse con algo de soltura —Nasser se pasó ambas manos sobre la cabeza un par de veces, dejando de mirar a Jones y girando la silla para echar un vistazo al soleado panorama de la calles—. Está destrozada, amigo. Tenía dislocado un tobillo, le saltaron la mitad de los dientes de varios puñetazos, tres costillas y un brazo rotos, contusiones por todo el cuerpo, un ojo medio reventado... Pero está peor de aquí, ha perdido la chaveta —aclaró con un leve gesto de su mano hacia las sienes—. Si todo eso no se lo hubieran hecho sus propios compañeros, creo que saldría delante. Deben haber sido tres años de mierda en el cuerpo, y como remate van y le hacen esto...
Jones no era una persona (porque se consideraba persona) propensa al odio. Sólo había explotado dos veces de pura indignación en su vida, aunque sí era cierto que con terribles resultados... mortales, mejor dicho. Los abusos en carne propia nunca le habían parecido tan terribles como ser testigo de ello en otros, y la historia de la pobre Sally le estaba dando ganas de vomitar, aún con el estómago vacío. Se puso en pie de golpe, haciendo que su presencia y voz espantaran sin quererlo al pobre detective, que se volvió rápidamente casi haciendo volcar su silla giratoria.
— ¡Maldita sea, sólo señálame a esos miserables y yo...! —Empezó a rugir, mientras el detective hablaba por encima de él.
— ¡Uoooh, uoooh, uoooooh! ¡Tranquilo, amigo, tranquilo! —Jones esperó a que siguiera hablándole, mientras se agitaba nervioso, bastante molesto por la repugnante situación de la chica—. Te dije que tengo un plan, amigo. Aparte de los tipos de ayer, no sé quiénes más podrían haberle hecho esto a Sally, y ella no me lo quiere decir.
— ¿Entonces no hay manera de saber a quiénes hemos de matar? —Jones se sintió un poco incómodo al oírse hablando así. De repente, sentía que asesinar personas era algo totalmente legítimo en ciertas circunstancias, y esa revelación le confundía y le enfrentaba a una moralidad que él creía inamovible... pero también le entusiasmaba. Se miró un momento una de sus manos, tan rápido que el detective ni reparó en ello. Pero vio sus garras, su instrumento de justicia, su arma, y rechazó de inmediato su deseo de usarla cuanto antes. Volvió a sentarse mientras resoplaba y gimió con voz grave: — ¿Estás seguro de que ella no hablará?
—De verdad creo que no, amigo, no pide ni la hora. Pero escucha. Lo que pienso hacer, ahora que te tengo a ti, tan dispuesto, es traérmela a mi casa. La excusa será que yo voy a cuidar de ella. Los polis corruptos saben que ando investigando por mi cuenta toda su mierda, y estoy seguro de que temerán que Sally me cuente algo, así, en la intimidad. Vendrán a matarnos, amigo. Eso es lo que pasará entonces. Y luego de ese entonces, lo que pasará es que ellos morirán. Los mataremos, tú y yo. Y el sargento Beaty y su panda de gilipollas no sólo verán mermadas sus fuerzas, si no que se cagarán de miedo. No sé qué es lo que piensas de matar polis...
Jones, por toda respuesta, alzó sus grandes manos y encogió los hombros, mientras negaba con la cabeza.
—Bien —Elangel Pulois imitó el gesto del monstruo imposible que tenía enfrente, y siguió hablando—, pues sólo queda la parte más difícil del plan: convencer a Sally de que se venga con nosotros. Amigo, en la placa de fuera pone Elangel Pulois, pero me llamo Thomas Nasser.
El detective extendió la mano tras ponerse en pie, invitándole a que se la estrechara. Jones nunca había recibido ese ofrecimiento, tan propio de personas que se respetan mutuamente. Se puso en pie y envolvió con sumo cuidado la pequeña mano entre sus flacos y largos dedos, procurando no tocarle con los filos de las uñas.
—Mi nombre es Jones.
—Pues ya somos socios, Jones.
Y en ese mismo instante estuvo seguro de que ya quería a ese hombre.

EL RESCATE DE SALLY Y LOS AVATARES DEL HOMBRE MÁQUINA I



Finalmente, pasado el mediodía, Jones oyó que el detective estaba dándose golpes con la bañera, posiblemente intentando incorporarse o cambiar de postura. Llevaba todo ese tiempo sentado como podía en el pequeño sofá, con las rodillas demasiado altas al tener las piernas encogidas, mirando la tele mientras pensaba en otras muchas cosas, sin ver ni escuchar en realidad, y el ruido le sobresaltó con la certeza de que no debía haberse quedado, que no tendría que estar allí. Irse tan pronto como le había dejado en su casa hubiera sido lo sensato. ¿Se estaba despertando? ¿Se iba a levantar de verdad? ¿Debía coger y largarse en ese momento, antes de que le pillara allí, viendo la tele? Jones miró hacia la puerta de salida, y luego hacia la de la habitación, temiendo ver aparecer ahí al cansado y furioso detective. Se iba a asustar, era posible que ni recordara nada de la noche anterior. ¿Cómo reaccionaría al encontrarse a un desconocido en su casa... y más a un desconocido con SU ASPECTO, a un monstruo tras la puerta número dos? Jones dejó de mirar por encima de su hombro y, por toda precaución, tan sólo llevó su mano hacia su sombrero, a su lado en el sofá, y se lo puso, bien calado y con el ala baja. ¿Qué estaba haciendo?
Ya lo oía. Se acercaba a la puerta de entrada de su habitación.
—Huuuooola —oyó decir con pereza a sus espaldas—. ¿Buenos días o buenas tardes?
Jones se quedó callado un momento, haciendo amagos de volverse a mirar al detective. Bueno, mirar no era correcto, pues mantenía baja la cabeza para ocultar de momento su aspecto, pero al menos volverse hacia quien le hablaba era un gesto necesario de cortesía... ¿no?
—Apenas pasan de las doce —se atrevió a contestar, con un gruñido tímido y grave—, supongo que buenos días servirá.
Para decir eso había girado un poco la cabeza y enseguida la dirigió de nuevo hacia la tele.
—Eres una presencia inquietante, amigo —dijo el detective, como impresionado—, incluso ahí sentado, viendo la tele.
Jones se estremeció. No sentía amenaza en sus palabras, pero sí que realmente le daba miedo, aunque su voz sonara segura. A Jones no le gustaba distinguir el miedo de los demás. Sabía que era útil, a veces, pero no tenía sentido que las personas que quería conocer sintieran un miedo constante y aparentemente incontrolable. Sólo había conocido a tres personas en su vida que se habían sobrepuesto a esa sensación ante su presencia, y a una de ellas la había aniquilado. Pensó que el detective iba a proceder a todo un interrogatorio, deseando que le hablara cara a cara, y todo eso.
— ¿Qué es lo que huele tanto a pis? —Preguntó en cambio.
—Tú, eres tú —aclaró Jones—. Bueno, tu ropa. Ayer te arrastraste por un callejón, y...
—Joder, ya, ya... —le interrumpió—. Mira, voy a hacer que me lavo y cambio de ropa... Tú... Tú sigue viendo la tele o lo que quieras.
— ¿Quieres que me marche?
—No, hombre no. Es peligroso. Supongo que no eres de por aquí. Tengo que explicarte un par de cosas antes de que vuelvas a la calle. Tú... Espera un poco, ¿vale? Lo que hicimos anoche va a pasarnos factura. Espera un poco, ¿vale?
—Que sí, que sí —dijo Jones, sin impaciencia en realidad.
Elangel Pulois retrocedió tambaleante. Le dolía horrores la cabeza, y le sabía muy mal la boca. Como a sangre, pero con muchas otras cosas. Los oídos parecían vibrarle, y en ellos tenía una constante sensación de taponamiento, llegándole todo el sonido como un poco apagado. El gigante que le había ayudado era aterrador de tamaño y presencia, pero no era de razón temer a una persona que había estado a punto de morir por él. Lo menos que podía hacer era dejarle quedarse allí, de momento, hasta que pensara cómo hacerle desaparecer de una manera segura para él. Matar policías no era una tarea recomendable para alguien que tan difícilmente pasaría desapercibido, sobre todo a la luz del día. ¿En serio arrastrarse sobre orines era lo mejor que había podido hacer por salvarse? Quizá debería dejar lo de beber para su propia casa...
Se hizo con ropa limpia de su armario y se metió en el baño. Le echó una mirada rencorosa a la bañera. Aún le dolía el cuello de dormir ahí metido. Tiró la ropa limpia sobre la tapa del retrete y se desvistió.
Al mirarse en el espejo sobre el lavabo, ahí se encontró con bastante peor aspecto que de costumbre. Parecían hacerle falta diez horas más de sueño, unas hondas ojeras oscurecían su mirada de ojos azules. Tenía los labios resecos y agrietados, y, como siempre, su pelo rubio, lacio y débil, se esparcía en jirones pegajosos desde el borde de su coronilla calva. No podía parecer más yonki porque no tenía una aguja colgándole del brazo.
Tiró la ropa apestosa al cesto de plástico de la colada y se puso a ducharse. Se quiso dar más prisa que de costumbre, no por hacer esperar o no al huésped, sino porque ya sentía una mezcla de hambre y ansiedad por echarse un trago de whisky que le estaba siendo insoportable, aunque al mismo tiempo eso le mantenía despierto. No por ello dejó de ser cuidadoso, más por escrúpulo que por verdadero afán por la higiene. En su mente, los rastros de orín multitudinario se extendían a lo largo de su piel como un vapor amarillo y oloroso, y amenazaban con acelerar su calvicie al haber ido introduciéndose lentamente por los poros de su cuero cabelludo durante la noche. Se frotó con la esponja que siempre tenía a mano pero nunca usaba, untándola de abundante jabón  de la gastada pastilla azul. Al terminar, descubrió con un fastidio increíble que se le había olvidado cogerse una toalla para secarse, pero lo resolvió usando la pequeña toalla de secarse las manos, que luego arrojó al cesto de la ropa sucia también. Se vistió con lo que había cogido: la camisa amarillo pálido, los pantalones de traje marrones, y exactamente los mismos sufridos zapatos de cuero barato que había llevado la noche anterior, todo ello luego de ajustarse calzoncillos y calcetines blancos, comprados en paquetes conjuntos de diez unidades no recordaba dónde.
Se dirigió nuevo a la sala de estar y oficina.
—Oye, ¿quieres beber algo? —Ofreció, pasando a toda prisa por el lado izquierdo del sofá hacia la estrecha cocina, muy refrescado y animado por la ducha—. Tengo... pues, agua del grifo —anunció, tras examinar la nevera vacía—, y... ¡Whisky!
No pudo evitar exclamar al abrir el armarito bajo el fregadero y encontrar ahí su vigorizante favorito, envuelto el dorado líquido en una pequeña botella de sección cuadrada a la que un vaso bajo vuelto del revés servía de tapón. Apenas le faltaba a la botella un cuarto del contenido, y eso reforzó su entusiasmo, pues había de sobra para ofrecer y luego aún dejar de reserva cuando acabara el día.
—No soy de beber —oyó retumbar la voz del desconocido gigante, desde la salita.
— ¡Vamos, hombre, un traguito no te hará mal! —le animó Elangel, volviendo con la botella y otro vaso sacado del armario de... eso, de los vasos—. Además, lo menos que podemos hacer es celebrar el haber sobrevivido ayer a la emboscada de esos corruptos hijos de pu...
Se interrumpió y se quedó lívido. Si la botella en su mano derecha y el segundo vaso en la izquierda no viajaron hasta el suelo estallando en pedazos, fue porque sus manos quedaron tan agarrotadas como su espíritu. El ser miraba la tele, como si fuera uno de esos muñecos tan bien hechos de las películas de terror que estaban en alza en esa época, llenas de situaciones surrealistas y terroríficas en las que monstruos imposibles, pero sorprendentemente tangibles, se adueñaban de la pantalla. De bajo su sombrero marrón, gastado y con el ala agrietada, asomaban los bultos rojos que debían ser sus ojos, pero lo que le había paralizado era la desfiguración de su nariz y boca. La primera simplemente parecía haber sido arrancada hacía años, o quizá nunca había existido, mientras que la segunda carecía de labios, y eso sí que no parecía una mutilación. Sus largos dientes, que eran de una cualidad más metálica que otra cosa, brillaban con un fulgor azul oscuro cuando la luz reflejaba en ellos, y salían, tan próximos como infinitos, de pequeñas y musculosas encías que se fundían discretas con el resto de su piel.
Thomas Nasser había tenido la noche anterior la sensación de que el gigante era un monstruo, en el sentido humano de las proporciones, y que sin duda debía gozar de una fuerza y resistencia sobrehumanas, si había podido resistir disparos y matar como lo había hecho a los policías. Al fin y al cabo, había oído hablar de personas con otras cualidades peculiares y extraordinarias, e incluso él mismo, durante la guerra, se había enfrentado a una suerte de brujo que manipulaba de alguna manera a los animales de la jungla como armas... Pero en absoluto esperaba encontrarse a un verdadero monstruo viendo su televisor.
Aún fue peor el horror, cuando la criatura reparó en su parálisis y dirigió sus ojos de pupilas felinas hacia él. El moderadamente célebre detective no pudo por menos que rendirse a sus propias defensas psicológicas y retirarse, como otras veces en su vida, a un oscuro rincón de su mente, a sollozar, mientras su lado cínico y resoluto, el que le había hecho un soldado tan efectivo en el pasado, se quedaba al cargo. Hay quien suele decir que una persona así es valiente. Sin embargo, Elangel Pulois no era más que un imbécil que evitaba pensar en momentos de peligro y necesidad.
—...ta —terminó de decir, manteniendo la mirada negra y roja del monstruo—. Aunque si prefieres comer algo, me temo que tendremos que ir a buscarlo...
Concluyó de hablar reduciendo poco a poco la voz hasta convertirla en un susurro. Pues lo último que quería era hablarle de comer a algo con esa boca, y tampoco era buena idea salir del apartamento, y mucho menos con luz de mediodía y acompañado de semejante cosa.
—Dijiste que era peligroso salir —replicó en un tono de confusión, sonando como un infante de unos... ¿ciento setenta kilos?
—Sí, es verdad, es verdad... —reconvino Nasser—. Bueno, luego pensaremos en eso. Hazme sitio y bebamos.
Jones se movió hacia el otro extremo del sofá, y el detective se sentó donde él lo había estado haciendo. Como no había dónde poner los vasos y la botella, Nasser optó por presentar el vaso que era para el monstruo sobre el asiento central del sofá, no atreviéndose a pasárselo de la mano que le era propia a la suya, tan grande y de tan largos dedos, de oscuras uñas tan brillantes como sus dientes. Pareciera que de tan afiladas cortaran el aire al moverse mínimamente, y en su imaginación realmente las oía haciéndolo, sonando como amenazadores silbidos... la misma muerte insinuándosele, como si él fuera una muchacha bonita y ofrecida.
Quitó el vaso de la boca de la botella y echó un buen lingotazo en el que sería para su “invitado”. Tampoco hasta arriba, no era cosa de desperdiciar... Enseguida se sirvió para sí mismo, bastante menos, un traguito corto para empezar, y dejó la botella entre sus pies, en el suelo.
—Joder, geniaaaaaal... —dijo, antes de meterse despacio el alcohol en la boca.
No era del mejor whisky, ni del peor. Se podía saborear, y así lo hacía siempre que se daba unos primeros tragos tras horas de descanso para el hígado. El sabor suave y cálido, recorriéndole la lengua y el gaznate mientras caía hasta el estómago, desde donde le llenaba con una calidez que se extendía a su espíritu, como si todo él fuera de papel y aquello la chispa de un silencioso fuego.
No muchos tiempo después, pero una eternidad en realidad para Jones, el detective se dignó a volver a mirarle, muy brevemente, eso sí. Y enseguida al vaso entre ellos, lleno hasta la mitad, huérfano.
— ¿Es que no lo quieres? —Preguntó Nasser, con un gracioso tono de incredulidad.
—Es que no soy de beber, sinceramente... —volvió a explicar Jones, dirigiendo sus pupilas de un lado a otro, como si estuviera nervioso y no muy seguro de decir que no.
—Oye, oooooye —empezó a decir el detective, casi por encima de sus palabras—, eso lo respeto, hay gente que no bebe, y lo veo hasta bien. Ven con papá.
Y cogió él mismo el vaso lleno, tras dejar el otro tapando la botella, como al principio. Dio otro sorbito de whisky del nuevo vaso, y fijó su mirada al televisor, por encima del vidrio.
— ¿Pero qué estabas viendo? —Le preguntó a Jones.
—Nada en realidad. No sabía qué hacer. La verdad que estuve a punto de irme varias veces, antes de que al final despertaras...
—Están hablando de golf. Por dios, hay que ser un muermo para jugar a eso, imagínate para hablar de ello...
Jones hizo un involuntario ronquido. El detective le miró brevemente, a los ojos. Por ese instante, Jones sintió que el detective parecía haber dudado de que se le echara encima para devorarle, o algo. En realidad sólo se había reído.
—En la tele... ¿no dijeron nada de polis muertos?
—No, no he visto nada.
—Claro... Ya.
—Lo dices como si eso fuera malo —dijo Jones, pero esperando una explicación.
—Bueno... a eso me refería cuando dije que tenías que saber ciertas cosas. No sé de dónde vengas, ni si tendrás tus propios problemas... persiguiéndote.
—Hasta lo de ayer, creo que no, nadie me busca —explicó Jones, entendiendo que la pausa en el discurso del detective servía para que él aclarara si era así.
—Bien, pues mejor, pero el caso es que, en este asunto concretamente, la gente que trabaja del mismo modo que esos agentes muertos, y sus superiores, claro, querrán solventar esto ellos mismos y en silencio... —dijo Nasser, señalando la televisión con el índice de la mano que sujetaba el vaso. Echó otro trago.
— ¿Ellos mismos? —preguntó Jones, en un ronquido lento.
—Sí, sin que se entere alguno de los pocos polis decentes que haya, y sobre todo sin que otros departamentos de la ley se inmiscuyan. Aquí la poli funciona cada vez más parecida a cualquiera de las mafias... Bueno, en realidad trabajan de una manera tan confusa con todas las mafias, que ellos mismos suelen provocar por accidente la mayoría de peleas entre ellas... Esto es... bueno, esto es todo una puta mierda, amigo.
—Ah —hizo el monstruo, desde allí, al final del sofá, a su derecha.
Elangel se preguntaba si de verdad entendía todo eso, o era el hombre tan deformado de mente como de aspecto. ¿Podía ser una especie de retrasado, escapado de una institución gracias a una conjunción extraordinaria de su natural fuerza y la negligencia de los empleados que debían cuidarle? Realmente hablaba y hacía preguntas de lo más lúcidas, pero todo era tan... surrealista.
Echó otro trago tras una pausa, bebiéndose ya de golpe todo lo del vaso. Acto seguido se volvió hacia el monstruo, manoseando el vaso distraídamente.
— ¿Tienes nombre, amigo?
—Jones —respondió con su grave voz, de nuevo haciendo vacilar sus pupilas a uno y otro lado, como avergonzado. Casi parecía un niño con una tremendamente realista careta de monstruo.
— ¿Jones? ¿A secas? —insistió el detective, inclinándose sobre sus rodillas, y dejando también el vaso en el suelo.
—Sí... No... No tengo familia, ni apellidos que yo sepa, claro —dijo tartamudeando el ser, pero sin mostrar un ápice de autocompasión o tristeza.
Más bien parecía ansioso por ser capaz de facilitar cuanta más información posible. A Nasser le sonaba esa actitud: era la propia de un criminal compulsivo que, a la hora de redactar la confesión, sentía que el interrogador no le hacía las preguntas que necesitaba en el orden que quisiera. Pero... ¿qué podía querer que supiera de él? Eso no tenía sentido. Y sólo le preguntaba por conocer mejor a su salvador. Y sus circunstancias, ya que estaba.
—Bueno, las bolsas de los pies me dejan claro que eres un “sin techo”, por así decirlo...
—Esa definición es muy exacta a mi situación habitual, desde luego —repuso Jones, de repente muy animado al sentir que estaba protagonizando una conversación real, por trivial que fuera; llevaba casi un trimestre sin decir nada que no fuera pedir la comida que bien pudiera pagarse con las limosnas.
—Escucha, tengo un amigo que puede venir y traerte... bueno, no sé si ropa de tus medidas, pero que al menos puede hacer el intento. El dinero no me sobra, pero tampoco es uno de mis problemas...
— ¿Ropa? ¿Comprarme ropa? —exclamó el monstruo, rugiendo por debajo de las palabras.
El gigante se revolvió en su asiento. Parecía enfadado por la voz y su repentino nerviosismo, pero enseguida entendió Nasser que sólo era sorpresa y quizá una especie de entusiasmo casi infantil. ¿Realmente sería un retrasado, a pesar de sus modales y lenguaje?
Su voz le retumbó en los tímpanos y en los huesos del pecho de tal forma que... bueno, que necesitó servirse otro trago de whisky.

UN NUEVO COMIENZO IV



La madrugada dio paso enseguida al amanecer. Jones, que se había pasado varios minutos recorriendo el pequeño apartamento, sin saber qué otra cosa hacer, comprobó que, si bien el detective daba impresión de ser descuidado de sí mismo bebiendo de esas maneras, su hogar y oficina estaba bastante ordenado y limpio, salvo por la capa de polvo que recorría algunas superficies y muebles. No había restos de comida o bebida esparcidos por ningún lado, y los documentos y carpetas que parecían ser de uso recurrente, estaban apilados sin orden aparente, pero apilados al fin y al cabo, a cada uno de los extremos opuestos de la que era su mesa de trabajo, presumiblemente.
La mesa estaba puesta delante del ancho ventanal de esa especie de sala de estar, como para que la luz solar diera claridad a cuanto tuviera delante el detective (salvo que su propia sombra le pudiera incordiar), y en fuerte contraste con el ancho y cómodo sillón giratorio que tenía para él, al otro lado se ofrecía de medio lado una sencilla silla de respaldo de plástico azul y patas de aluminio. Contra la pared del lado derecho, según se entraba al apartamento, se encontraba una simple estantería de madera aglomerada, más ancha que alta, y llena de distintas filas de carpetas archivadoras, a simple vista por orden alfabético pero con algunas excepciones, como si hubiera unos cuantos que quisiera tener más a mano. En el lado contrario, y haciendo un alarde exagerado de lo que es aprovechar el espacio, un pequeño mueble de puerta batiente sostenía encima un viejo televisor de tubo de 21 pulgadas, tan viejo que no sería de extrañar que al encenderlo no mostrara colores; y para relajarse a contemplar los programas, un sofá de tres plazas de delgado cuero marrón, o quizá imitación, que ya estaba agrietado y levantado en algunos bordes. El asiento estaba muy cerca de la televisión, como si fuera más importante tener un recorrido amplio hasta su mesa de trabajo del fondo cuando un cliente pasara por la puerta... O quizá es que el detective era simplemente miope.
En el extremo contrario a donde se encontraba el dormitorio, se abría una pequeña cocina, donde no había sitio ni para una mesa o sillas; consistía en un estrecho pasillo a un lado del cual se encontraban dos fogones de gas de distinto tamaño y el fregadero, bajo los cuales podían abrirse distintos armaritos. A la entrada, a mano izquierda, una pequeña nevera precedía a todo aquello, y Jones la abrió, curioso, pero no encontró nada digno de llamarse alimento. Por algún motivo había un tarro de crema de cacahuete cerrado, pero que parecía a medio consumir. ¿Por qué guardar eso en la nevera? A Jones no le entusiasmaban los dulces, pero la idea de comerse esa crema en frío... le parecía especialmente repugnante. Supuso que el hombre debía de comer, si acaso lo hacía, en cafeterías o restaurantes, porque al inspeccionar alguno de los pequeños armarios no encontró nada más que polvo.
Al poco tiempo decidió dejar de mirar lo que le quedaba por escudriñar de la casa, que eran los pequeños cajones de la cocina y de la mesa de escritorio de la sala de estar, pues le parecía una intromisión exagerada en lo personal del detective, y se acercó al ventanal. El sol ya calentaba tímidamente las partes más altas de los edificios de enfrente, de los pisos cuarto a sexto concretamente. Jones sintió tentación de sentarse en el bajo alfeizar interior, que se extendía de una a otra de las dos ventanas orientadas en ángulos opuestos, separadas por la tercera central, tan ancha como las otras dos juntas. Pero, aunque la sombra le favorecía, temió que algún vecino o paseante de la calle pudiera fijar su atención en él, una presencia inquietante como sabía que era, incluso aunque se cubriera de pies a cabeza. De modo que se quedó a una distancia prudencial y se relajó. Se dejó embargar por la calidez que traía la luz solar reflejada en la fachada de enfrente y sus ventanas.
Durante un buen rato, inmóvil ahí, de pie, dejó volar su imaginación, incapaz de hacer otra cosa. Se vio a sí mismo más adelante, viviendo una vida parecida a la de una persona normal. No sabía cómo, pero tenía un empleo, y en la imagen él regresaba a una casa que era suya, y dejaba su sombrero y abrigo, nuevos, comprados con su sueldo, en una percha a la entrada. Y tenía un sillón a su medida, en el que se podía sentar y sentir una persona. Un descanso merecido. ¿Y la comida? Se podría cocinar lo que él hubiera querido comprarse en alguna tienda, cocinaría como le había ido enseñando de vez en cuando la mujer barbuda. Además, por lo que le había dicho, podría aprender recetas nuevas en libros, o incluso de la televisión, en la que al parecer había programas dedicados a aprender a cocinar...
Un momento, ¡la televisión! Podía encender la televisión, con un volumen  bajo, para pasar el rato sin molestar el sueño del detective ebrio. Era una idea que le emocionaba, pero aunque había visto alguna vez al director del circo usar su televisor en su caravana, no estaba seguro de saber usar una por sí mismo. Probar no tenía nada de malo, pero... ¿y si la estropeaba? Era un riesgo que le apetecía correr, desde luego. De todos modos, de averiar algo, ¿qué le iba a hacer nadie? Ya le habían hecho de todo, incluso dispararle con la intención de matarle, y seguía vivo, como si nada.
Recordar los disparos le trajo de vuelta la picazón de las heridas. Se desenrolló del cuerpo el manto ajado e intentó mirarse la espalda. Alcanzó a tocarse alguno de los bultos en su piel, y enseguida notó metal apretado contra la carne herida y abierta. Al pasar los dedos, dos balas aplastadas cayeron al suelo, con un ruido que le pareció un estruendo en medio del silencio del apartamento. Su cuerpo estaba... ¿expulsando las balas? Y ni siquiera parecían haber sido capaces de penetrar su carne unos milímetros. Se miró los brazos, en los que sus tensos y delgados músculos se apretaban lastimeramente sobre los huesos. Parecía débil, a pesar de su tamaño... pero era capaz de soportar disparos. Sabía que apenas sentía los golpes, pues se había pasado la vida recibiéndolos, y salvo por el impacto psicológico que ello tenía, nunca había recibido un daño digno de considerarse así, no como había visto que eran las consecuencias de los mismos golpes en el resto de las personas. A él no se le amorataba la piel, ni se le quebraban los huesos, no se le caían los dientes ni le salían bultos. El único daño de verdad que había recibido fue en el ojo izquierdo, cuando el director del circo, a punto de ser asesinado por él, le golpeó en la cara con una espumadera metálica de cocinar. Había sentido un fuerte dolor sordo por todo el ojo durante días, aunque cuando se lo tocaba seguía notando inalterable la burbuja de duro vidrio que parecía ser su superficie. Y el dolor desapareció tan poco a poco que ni sabía cuándo había desaparecido, sin secuelas que él pudiera apreciar.
El director del circo. Ese viejo manipulador, mentalista, capaz de mover cosas con su pensamiento... ¿Qué habría sido del resto sin él? Sin duda el propio Jones y el director eran los mayores espectáculos, el sustento real del negocio. Habían pasado... no lo sabía, ¿seis meses, desde que huyera? Se preguntó si en las noticias de la tele mencionarían algo del crimen del circo. Finalmente se decidió a encenderla. Era fácil, darle al botón que ponía “encendido”.
Por suerte el volumen no estaba muy alto, porque tardó un poco en observar los mandos a la derecha de la pantalla y deducir que el que parecía una pendiente ascendente hacia la derecha debía servir para modularlo. Los otros dos simbolizaban un sol radiante y un símbolo parecido al del bien y el mal chinos, seguramente ambos para alguna graduación de intensidades de la imagen. Más abajo el televisor tenía botones plateados, con números encima, hasta el número ocho. Al encenderla, unas caricaturas de animales se estaban persiguiendo por una cocina causando desastres con toda clase de objetos y herramientas punzantes. Probó a cambiar de canal. En el siguiente un tipo muy serio daba las noticias del mundo con tono monocorde y aburrido. En otro, unas personas que se esforzaban en parecer optimistas hablaban de un espectacular aparato de ejercicios que al parecer hacía idiota a todo el que no deseara comprarlo inmediatamente llamando al número que aparecía en pantalla. El tipo que decía eso era una suerte de culturista sudoroso que de ningún modo podría haber trabajado todos esos músculos con el ridículo cacho de plástico que presentaba. Jones cambió de canal nuevamente, casi ofendido.
En ese nuevo canal no había nada, unas interferencias blancas. A Jones le pareció escuchar voces perdidas entre el caos de ruido disonante. Se parecían a las que le susurraban cosas sin sentido algunas veces, cuando se quedaba solo mucho tiempo, en la oscuridad. Voces que repetían cosas que parecían importar pero que no tenía manera de saber a qué se referían, como si se trataran de avatares personales de cada voz. Y ahora... ¿Salían de la tele? Meneó la cabeza, se quitó el sombrero, arrojándolo sobre la plaza central del sofá, y escuchó un poco más. Negó con la cabeza y cambió de canal.
En este, que era el quinto, le sobresaltó un silencio absoluto y la imagen de una calavera humana. Jones tenía temores, por supuesto, pero era mejor decir inquietudes. El temor a lo desconocido, o el pánico ante un hecho sobrenatural o incomprensible, que sabía que era tan propio de la gente, no le atañía a él. No sabía lo que era sentir terror, en definitiva. Sus miedos concernían a sentimientos de soledad, decepción, abandono, y a veces, aun sabiendo que no era justo, la culpa. Por eso, el sobresalto no se debió al miedo, si no a la absoluta sorpresa.
La calavera sin duda era humana. Aún tenía pegados al hueso trozos de carne que sin duda estaban putrefactos, y a través de las cuencas vacías se distinguía contenido, así que quizá conservara la cosa hasta el cerebro. Una maraña de pelos enredados, grasientos y sanguinolentos, coronaban la fina capa de cuero cabelludo. Parecían haberle arrancado las orejas y en su lugar brillaban unas placas que sobresalían, como si fueran chapas o remaches, de cabeza convexa. Toda la parte que conformaría una boca había sido extraída: labios, encías y dientes; en su lugar, las mandíbulas pulidas tenían atornillados los finales de varias clases de tenedores, formando una dentadura metálica irregular y oxidada a trozos. Como el televisor, contra todo pronóstico, había resultado ser en color, la imagen le pareció tan nítida a Jones como tenerla presente cara a cara.
—Jones —crepitó el pequeño altavoz bajo la pantalla, con un sonido más alto del volumen establecido en el aparato. Parecía hablar, la cosa, pero no movía los labios para hacerlo—. ¿Dónde estás?
Jones no reconocía la voz, pero hablaba con una familiaridad absurda, como si le estuviera exigiendo atención e incluso respuesta. Sonaba como si alguien dijera cosas con los labios apretados dentro de un tubo. No dijo nada, sólo se acarició la calva cabeza un par de veces, observando.
—Jones —continuó la calavera de dientes metálicos—. ¿Dónde estás?
Tras cinco minutos mirando, decidió que, fuera lo que fuera, iba a seguir repitiéndose continuamente, y no iba a contestarle a una tele, porque sería absurdo. Aunque esa cosa le hablara a él, no podía verle, así que hacerle señas o gritarle no iba a servir de nada. Ya iba a cambiar de canal, extendió la larga uña de su índice para apretar el botón del “6”.
—Jones —crepitó la calavera—. Te mataré.